Cuando
no sé muy bien qué leer, o las novedades me ponen apático, me suelo inclinar
por las relecturas. Siempre descubro algo; en ocasiones todo, como si el libro
hubiera mudado, cuando con seguridad es uno quien lo ha hecho, quizás porque no
somos los mismos o porque la lectura nos ha pillado en un momento muy otro de
aquel, cuando tomamos esa novela por primera vez. No me pasa eso con Sábato y
menos con esta novela, que es uno de mis relatos fetiche, el tipo de ficción
con el que se manifiesta un antes y un después, sin distorsión producida por
los años, la suma de lecturas, los cambios en uno. Y cuando eso sucede, no
queda más remedio que admitir que se está ante una obra maestra, a mí así me lo
parece, y aunque no es la primera vez que releo Héroes y Tumbas, me sigue dejando molido, abrumado, con esa
abrumación que nos produce lo extraordinario, lo absoluto. Con Sábato sucede un
tedio o un respingo, según el lector. Yo pertenezco al segundo grupo y voy a
tratar de decir algo sobre esta obra densísima que anime a su lectura.
Sobre Héroes y Tumbas
viene clasificándose como una novela existencialista y psicológica, y estoy de
acuerdo aunque no me gusten las etiquetas, pero por algo hay que empezar.
Relata el choque abrupto entre Alejandra, la última descendiente de un linaje
patricio –los Vidal Olmos–, un linaje venido a menos, corrupto en el sentido
moral y vital (no en el que nos tienen acostumbrados nuestros políticos), con
propensión a la locura (Bebe y su clarinete, Escolástica y su cabeza, el mismo
Fernando) y Martín, un chico más joven, noble y apocado, puro y simple,
castrado por una madre que lo tuvo “porque me descuidé”, como llegará a decirle
a su hijo. El muchacho se enamora irremisiblemente (adolescentemente también)
de esta turbia muchacha anciana en resabios, que sobrelleva la pesadísima carga
de la descomposición familiar, la oscuridad de sus relaciones más ambiguas
(Bordenave, Molinari), sus apariciones y desapariciones que desafían la
casualidad y abren espacio a los designios inescrutables, el destino, la
fatalidad, y por fin el afloramiento de esa relación incestuosa con su padre,
Fernando Vidal Olmos, un sujeto terrible, con todo lo que la palabra pueda
contener. El desenlace es dramático, con el final de Alejandra en el incendio
de la casa familiar y la huida de Martín al sur, a esa Patagonia nueva y limpia
que regenere su vida y pinte un recomienzo de alguna torcida manera.
Hasta
aquí el relato simple de los hechos. Pero el mismo es mucho más que eso, para
venir a representar una formidable metáfora en la que pinta no solo el ocaso,
la decadencia final de Argentina como país, sino un fracaso colectivo como
sociedad, como boceto abracadabrante de la locura humana, la hipocresía, la
dualidad, perfectamente extrapolable a cualquier sociedad. Está en esa
ambigüedad prima facie de Alejandra,
pero también en tantos oscuros personajes que transitan el relato, entre los
que el menos tenebroso (aunque también el más cínico) pueda ser el delirante
Quique, que repetirá reparto en la siguiente obra de Sábato, Abaddón el Exterminador. Turbiedad
opuesta a la sencillez, la bondad, la simpleza a menudo, de los otros
personajes que rodean a Martín: Bruno, que le mira como si se mirara en un
espejo veinte años atrás, D’Arcángelo el filósofo de bar, o el bueno de Bucich,
que lo llevará en su viaje final hacia el sur, los dos en el camión.
Todos
los detalles están ahí, las esperanzas y los sueños rotos, las amarguras y
obsesiones, las sublimaciones más delirantes, los contrastes sobre todo; sí
pienso que es una novela de contrastes y matices, de bocetos tenues y
enrabietados aguafuertes. Y para que nada falte, engarzados con esa otra
historia antigua, la de los Vidal Olmos narrada en la cabalgada furiosa hacia
el norte de las tropas (el resto de las tropas) comandadas por Lavalle, en
aquellas patriadas del diecinueve entre federales y unionistas, en las que se
desangró el continente americano en general y las Provincias Unidas del Sur en
particular. Narración paralela cuyo esquema se repite en Abaddón, esa vez con los últimos días de Ernesto Guevara. Y todo
expuesto de manera magistral, aun con ese sabor político algo manido que nos
dejaron los años setenta, que aquí se deja ver a veces y que el paso del tiempo
desnuda de manera implacable. Pienso que si no fuera por ese viaje final hacia
los cielos límpidos del sur, el lector entraría en depresión, con su fe en el
ser humano seriamente trastocada. Y aviso que con Abaddón no le iría mejor a ese lector; cosas de Sábato, al que le
bastaron tres novelas para hacerse un sitio entre los autores imperecederos ya
para siempre, y que tuvo el buen gusto de morirse apenas dos meses antes de su
centenario, con toda su capital porteña preparada para la ocasión, que se quedó
a dos velas.
No
puedo terminar sin hacer mención aparte del Informe
sobre Ciegos, tercero de los cuatro capítulos de la obra. No sé decir nada,
no se me ocurre. Solo que lo lean, y que ya no podrán mirar a un ciego de la
misma forma nunca más, porque esos seres indefensos, créanmelo, son una secta
que domina la tierra y cuyos vericuetos subterráneos corren bajos nuestros
pies. Concebida como la obra delirante de Fernando Vidal Olmos, narra el
desenlace de sus propias averiguaciones sobre la secta, a partir de sus
indagaciones con el tipógrafo Iglesias. Da cuerpo al personaje y perfila su
mente analítica, pero también es un repaso al horror y otra formidable metáfora
sobre las raíces inmundas de la megápolis, cualquiera.
Tremendo
Sábato. Releer Héroes y Tumbas
seguirá siendo recurrente en mis hábitos lectores, por supuesto seguida de Abaddon el Exterminador; pero eso para otra entrada.
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