Precede a este ensayo la fama de sus ya veintidós ediciones y no para; y he de decir que es en mi opinión fama justa, porque el libro ha supuesto un aldabonazo en mi esquema histórico de España, y creo que lo habrá sido también en sus decenas, sino centenares de miles de lectores; incluso para aquellos que como yo, ya hayan dedicado tiempo y ganas al conocimiento de nuestra historia.
Roca Barea aborda el siempre espinoso asunto de nuestra Leyenda Negra, abundando además en otras leyendas negras de otros tantos imperios históricos, tal cual Roma, Rusia o Estados Unidos; si bien la parte del león en el ensayo se la lleva el Imperio Español. Y la aborda con tal profusión de datos, matices y argumentos, que a ratos resulta apabullante; al punto de lograr que el lector pase del asombro al humor e incluso al enfado, en aquellas ocasiones en las que los datos comparados que la autora aporta, producen estupor.
Conocía yo, por ser de mi interés, muchas de las realidades y circunstancias desgranadas en la obra, pero no con ese calado y detalle. Así, sabía que nuestros concienzudos archivos inquisitoriales arrojaban una moderación insólita comparada con las Inquisiciones protestantes y no digamos con la sangrienta iglesia anglicana. Sabía que los datos no avalaban la cacareada crueldad de nuestros conquistadores en comparanza con lo sucedido en las colonias anglosajonas; y ahí estaba el mestizaje para certificarlo. Sabía de la evidente exageración de la represión de nuestros tercios en Flandes, cuyos enfrentamientos tenían a veces un carácter civil. Sabía que al año siguiente del fracaso de nuestra Armada Invencible, dimos una buena paliza a la armada aún mayor que nos envió Isabel de Inglaterra. Sabía (basta viajar con ojos y oídos atentos) del mal concepto que el ciudadano medio europeo sigue teniendo de nuestro país, a menudo infundadamente, produciendo lo que a mi modo de ver es la mayor dislocación planetaria entre la realidad de una nación y su imagen externa. Y sabía, por fin, que desgraciadamente esas idean habían calado en buena parte de nuestros conciudadanos, a menudo hipercríticos; acomplejados en otras ocasiones, con esa inclinación a santificar lo ajeno.
Pues bien, con todo, me he visto sobrepasado por este ensayo a contracorriente. Vamos con unos ejemplos ilustrativos:
Según los datos que maneja Barea, nuestra Inquisición era probablemente el tribunal más garantista del orbe, incluyendo en ello la justicia civil: Quemamos veintisiete brujas; los alemanes veinticinco mil; pero nosotros somos los malos.
Propone la autora, por ejemplo, que lo que hubo en Flandes fue una larga y sangrienta guerra civil, en la que jugaron un papel máximo las rentas y propiedades de la iglesia y los intereses de los nobles alemanes, además de los de Francia e Inglaterra; una guerra civil que las tropas imperiales (entre las que los españoles eran solo una parte, siendo mayoritarios flamencos y alemanes) se emplearon a fondo en su intento de pacificar, restablecer la ley y buscar soluciones al relativo conflicto religioso, que estalló en un baño de sangre en cuanto el Imperio se retiró.
Barea defiende que España, como Roma, y a diferencia de Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Holanda... no tuvo colonias, dado que eran nuestros territorios de ultramar parte de la Corona, sometidos a las mismas leyes y con los mismos derechos; aunque esto puede resultar discutible para quien haya leído acerca de las Encomiendas.
Plantea Barea, que la mayor parte de las riquezas siempre quedaron allí, trayéndose a España solo las partes impositivas; lo que redundó en que aquellas ciudades (México, Lima...) tuvieran niveles de vida parangonables con los europeos. Así, mientras que las colonias anglosajonas despegaron económica y socialmente al sacudirse el yugo colonial, los territorios de la América española (en paz durante siglos, sin apenas revueltas) vieron hundirse sus economías e instituciones tras lograr echar a los españoles.
Plantea Barea, que la mayor parte de las riquezas siempre quedaron allí, trayéndose a España solo las partes impositivas; lo que redundó en que aquellas ciudades (México, Lima...) tuvieran niveles de vida parangonables con los europeos. Así, mientras que las colonias anglosajonas despegaron económica y socialmente al sacudirse el yugo colonial, los territorios de la América española (en paz durante siglos, sin apenas revueltas) vieron hundirse sus economías e instituciones tras lograr echar a los españoles.
No quiero extenderme demasiado; apenas alguna perla más:
No solo le dimos la paliza a Inglaterra al año siguiente de nuestra Armada, sino en otra media docena más de ocasiones, allá por nuestra América; dado que jamás consiguieron arrebatarnos la supremacía en el mar (por más que en las películas), habiendo languidecido esta, como todo el Imperio, en las últimas décadas del siglo XVIII.
Y sería, para Barea, incomprensible el Renacimiento sin España; que era la dueña del Reino de Nápoles y el Milanesado, además de controlar los Estados Vaticanos y tener que acudir al socorro de Venecia durante los dos siglos que duró la Italia hispana (desde mediados del siglo XV hasta mediados del XVII), en la que Roma llegó a tener un tercio de población española y en la que España regó con su sangre el Mediterráneo para proteger la península itálica de los turcos.
Por supuesto no cabe detenerse en este libro y debe el lector buscar, contrastar, bucear en otros autores; pero en definitiva viene esta obra a romper una lanza por nosotros y nuestra historia. Después de leerlo uno se siente hasta liberado y confortado (¿será ese su éxito?), reconciliado con su españolidad.
Nos han engañado, probablemente. Es esta nuestra manía de flagelarnos, resaltar nuestros pecados, olvidar nuestras glorias. Y la propaganda antiespañola sigue vigente por muchos y fundados motivos, como la autora explica. Tenemos el problema de haber asumido esa propaganda, y hay en ello una de las claves de nuestros problemas presentes.
Recomiendo vivísimamente este maravilloso ensayo de doña Elvira Roca Barea.
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