Bella del Señor (1968) pasa por ser una de las cumbres de la
literatura en francés y probablemente la obra más importante (con permiso de Comeclavos, a decir de otros) de su
autor, Albert Cohen; un suizo judío de origen sefardita, con raíces griegas, creador
de un corpus literario más bien parco
(no más de nueve obras entre poesía, novela y teatro) y enteramente en francés.
La novela es larga, arriba de
las ochocientas páginas, y pudo serlo más, dado que el original andaba cerca de
las mil trescientas, pero el editor -espantado, con toda probabilidad- convenció al autor para
desgajar en otra novela (Los Esforzados)
varias partes más o menos jocosas del manuscrito. Larga entonces, con espacio
para cualquier detalle; y sin embargo lo deja a uno con ese regusto triste de
lo incompleto, lo mal rematado; como una obra maestra de la pintura que tuviera
aquí o allá brochazos deficientes, áreas apresuradas o inacabadas, aspectos que
reclamaban otro tratamiento o ninguno.
Dejando de lado la ampulosidad y
el barroquismo innecesario conque se empeña el autor (a veces durante páginas y
páginas a menudo repetitivas, insistiendo en una escena requetedescrita), especialmente
en los pasajes amorosos, haciéndose valer de un estilo rebuscado y algo trasnochado
(la ampulosidad es algo muy francés; les pasa también con las óperas, con la
probable excepción del Werther), la obra es magistral; lo que hace que resulten
aún más chocantes las deficiencias aludidas, que dejan la impresión de que al
relato le sobran un centenar de páginas. Una pena.
A mi modo de ver, la primera
mitad de la obra es muy superior a la segunda, lo que ahonda en los defectos,
pero durante muchas, muchas páginas de esa mitad primera, me he reído a
carcajadas como pocas veces he reído en la lectura de un libro, asistiendo al
retorcimiento progresivamente delirante de una trama en la que se patentiza la
más descarnada, inapelable, didáctica, matizada y cruel descripción satírica
del alto funcionariado y su día a día que yo haya leído jamás, desgranando los
codazos, la genuflexia, las envidias, las fantasías y rivalidades y sobretodo,
la absoluta inoperancia de la mano de la vagancia más inane, que -estoy
seguro-
se apartarán poco de la realidad de unos organismos internacionales cada vez
más despóticos y opacos. De paso, expone las vergüenzas y desvelos de la alta
burguesía de la época, su frivolidad y petulancia; y de unos y otros desmenuza
con bisturí cirujano lo más profundo de la psiquis humana en lo tocante a sus
insatisfacciones más íntimas, sus pretensiones sociales, su escala de valores,
sus sueños húmedos. Solo por ello, la obra merece ser leída, releída y
recordada. Hoy día (ventajas de la libertad y el progreso), dudo que ningún
editor osara ponerla en la imprenta; tal es su incorrección que alcanza también
el ámbito femenino, su papel en tales juegos, su pasividad, su dependencia. Hay
que decir que durante largas parrafadas, el relato se convierte en un tratado
de seducción que destila misoginia a manos llenas, lo que da que pensar.
Decir aquí que Albert Cohen
sabía de lo que hablaba, habiendo sido como fue alto funcionario primero en la
Sociedad de Naciones (con la que se despacha a gusto) y luego en distintos
organismos internacionales, incluyendo los del ámbito propiamente judío, en los
que se desempeñó durante años, dado que la literatura fue para él un amor
fluctuante a compaginar con su actividad; lo que explica su poca producción
literaria en la que hubo largos períodos de silencio.
Pero volviendo al texto que nos
ocupa, sucede a menudo que un autor (incluso uno grande) descarrila en todo o
en parte una obra propia. Tal es a mi juicio el caso a partir de la mitad del
relato; malogrando Cohen por su mano una Bella
del Señor que cobra aquí la razón de su título, retratando a una mujer
enteramente dedicada en cuerpo y alma a su señor, de un modo irreflexivo,
fantasioso y vacuo, proclive a buscar ulteriores culpables cuando la unión languidece.
Así, el autor que ha construido
durante cientos de páginas el más rocambolesco y sin embargo majestuoso de los
escenarios, llevando a la bella Arianne a mantener un romance apasionado con
Solal, jefe directo de su vulgar marido Adrien, en el suizo entramado
funcionarial de la Sociedad de Naciones, de la que Solal (judío, joven, bello,
rico, espigado, elegante y mujeriego impenitente) es subsecretario, opta por
dejar al lector con la miel en los labios, cuando ya saborea el fatal e
inevitable encuentro de los tres protagonistas. ¡Cohen nos hurta esa escena!, para
dejarla en unos leves apuntes a posteriori por boca de terceras personas.
A partir de aquí la novela es
otra y comienza ese lento declive; y si bien al principio hay desencuentros
serios, incluso graves en el intento de suicidio de Adrien, pronto el relato se
inclina por una civilizada separación, una más o menos fuga de Solal con
Arianne, lo que conlleva la pérdida de crédito social y el aislamiento de la
pareja, ya sin relaciones sociales. Ambos parten hacia unas vacaciones perennes
(él pierde su cargo), suspendidas en una existencia de ensoñación cada vez más
esforzadamente fingida.
Traza Cohen en las siguientes
páginas (es cierto) una magnífica semblanza del hastío, la huida hacia las
actividades que maquillen el escenario triste, el amor patológico, la
decrepitud de los sentimientos cuando carecen de raíces más sólidas que la
ensoñación y el relieve social, la dependencia, el miedo (si bien de nuevo lo
alarga meticulosa y obsesivamente por otros varios cientos de folios reiterativos),
para precipitarnos de a poco en un cambio de escenario algo falaz: Solal,
auténtico crápula, mujeriego y contrastado frívolo insatisfecho, tentado
únicamente por la belleza, la relativa inocencia y la distinción (sin entrar en
el morbo de ciertas situaciones), experto en jugadas largas de seducción y engaño,
pasa a ser un infeliz atormentado por la virtud de su Arianne, despechado por
sus anteriores amantes, empequeñecido por celos imaginarios que lo hunden en
una espiral de obsesiones casi psicóticas, que lo inclinan a la demolición
sistemática de su compañera, llegando incluso al maltrato físico y mental, al
abandono y al engaño. Tan insólito proceso tiene como hilo conductor el
hartazgo de Solal y su despectiva desvalorización del alma femenina, lo que lo
impele a buscar para Arianne entretenimientos que la impidan pensar o caer en
una rutina que la haría infeliz. De ahí pasa a las broncas impostadas diseñadas
con el mismo propósito de sembrar en ella el desasosiego, el miedo a la
pérdida, la necesidad de amor, y por supuesto las tórridas reconciliaciones.
Pero la realidad de su
aislamiento y rutina los arrastra, condenándolos a la escenificación de una
fantasía de felicidad que ninguno siente. Parece aquí Solal hacer una imposible
renuncia de sí mismo, pues no le cuadra al personaje. Parece querer lo que
nunca quiso o despreciar lo que desea querer. No se explican a mi modo de ver,
los enrabietados y obsesivos celos (en escenas inacabables y repetidas) que
Solal descarga sobre su amante. No se explica la renuncia que hace de su vida
por mantener una mascarada estéril. Tampoco, a decir verdad, la sumisión de
ella; que venía de ser una fantasiosa burguesa bien casada, acostumbrada a una
vida regalada, hecha a una rutina que paliaba con dispendios y amoríos.
El final es aún peor: Ambos
amantes, sumidos en ese aislamiento social y chapoteando en el fingimiento de
un amor cada vez más impostado, se suicidan a dúo, envenenándose. Absurdo.
Quienes se suicidan nada tienen que ver con los personajes esbozados unos
cientos de páginas atrás. Un final precipitado, ilógico. Las magníficas
primeras cuatrocientas páginas del libro merecían unas segundas cuatrocientas
páginas mejor hiladas, más lógicas y sucintas. Un buen final no es
necesariamente un final inesperado.
Una pena, sí. Pero con todo, Bella del Señor (ni me pregunten) me
parece una gran novela.
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