Manuel Mujica
Laínez es uno de esos grandes autores argentinos que nunca ha tenido el
predicamento de Borges, Sábato o Cortázar, pero cuya deslumbrante y cuidada
prosa en nada desmerece de la de los más consagrados. Más conocido por obras
como Bomarzo o El Escarabajo, es La Casa,
una obra de 1954, considerada menor
entre las del autor, pero que a mí me resulta entrañable y singular por su
estructura y temática.
Escrita con
el esmerado estilo del que siempre hizo gala el escritor argentino, La Casa narra la historia de un caserón
palaciego en la Buenos Aires finisecular; una mansión sita sobre la misma calle
Florida -la
peatonal más característica y exuberante del microcentro porteño-,
propiedad de una familia patricia cuya cabeza es un senador terrateniente.
La novela
está narrada en primera persona por la misma edificación que da nombre al
relato, y que recuerda sus glorias y affaires
familiares del último tercio del siglo XIX y primero del XX, mientras es
paulatinamente demolida por un grupo de descuidados obreros que no respetan
ninguna de sus glorias arquitectónicas y bellezas: El inmueble ha sido vendido a
una promotora que construirá probablemente un desangelado e impersonal bloque
de apartamentos.
De este modo,
La Casa va relatando con un verbo
triste y nostálgico, el esplendor de su juventud, las reuniones sociales de alto
nivel que sus paredes acogieron, los banquetes a los que concurría lo más
encopetado de la haute capitalina. Y
en ese discurso va desgranando los personajes; egregios visitantes y
familiares, como el senador don Francisco, su esposa Clara a cuya muerte se
inicia el largo ocaso, su hijo mayor Gustavo, Benjamín…, exponiendo de paso toda
una época en las costumbres, el vestuario, las clases sociales, pero también -y
esto es primordial en el relato- las interioridades de ella misma, sus salones y
habitaciones, sus dependencias ricamente decoradas, las lámparas y estatuas,
los lienzos, el profuso tapiz de El Rapto
de Europa, los muebles de estilo, el recurrente techo italiano pintado con lujo
detalles, cuyos varones en frac y damas enjoyadas se constituyen en testigos
del diario devenir, alegrándose o entristeciéndose con cada evento, comentando
los sucesos y rumores que se desarrollan entre aquellos muros: El asesinato de
Tristán -el
hijo pequeño-
a manos del transtornado Paco, la visita del Ángel un instante de un día,
posándose en un detalle de la fachada, los fantasmas del Caballero y del mismo
muchacho muerto vestido de arlequín.
Con estos
mimbres, Mujica Laínez va retratando una formidable metáfora de los años dorados
y tristemente perdidos de la historia argentina; la decadencia de las grandes
familias, las luchas sociales y políticas, las envidias y traiciones que van
incardinándose en las sucesivas historias, hasta el ocaso cada vez más acusado de
la edificación, ya en manos de sirvientes y malevos -como Rosa, la amante de
Benjamín, o su hermana Zulema-, que la van descuidando, abandonando, vendiendo sus
preciosos objetos decorativos y muebles, hasta el aparatoso descalabro final,
cuando su suerte se inclina ante la demolición. Un punto final que cierra el
desplome de la república en un colapso que arrastrara las esencias, la belleza,
las raíces todas de una sociedad burguesa venida a menos, en aras de unos
tiempos nuevos que nunca fructificaron.
La Casa es un
relato ante todo literario, pleno de sentido poético, nostalgia y evocación de
un pasado floreciente, trenzado con el recurso a la humanización del edificio y
sus decorados, a los que Mujica Laínez otorga vida, palabra, memoria y
sentimientos. Pero es también un relato social, pues es su trasfondo una funesta
alegoría del devenir trágico de la nación argentina.
Una obra
triste, pero magistral.
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