Obra larga, pero amena (aunque creo que el último centenar
de páginas es un poco insistir en lo mismo y podría habérselo ahorrado), que
ofrece al lector nuevas claves de interpretación sobre la deriva digital de los
últimos veinticinco años, arrojando luz sobre cortantes aristas y profundas
sombras, hasta pintarnos un panorama socio-tecnológico sobre cuyo alcance no
siempre tenemos un conocimiento amplio o al menos cabal. Shoshana Zuboff,
socióloga y profesora en Harvard, traza una bastante tenebrosa semblanza sobre
las actividades e influencias sociales y económicas de las grandes tecnológicas
digitales emergidas de Silicon Valley en el tramo final del pasado siglo.
La obra, a mi juicio de lectura obligada, adolece no
obstante de carencias y cojeras que trataré de deslindar, sin que ello reste precisión
al análisis de la autora sobre esta realidad digital que nos envuelve como un
círculo invisible, y contra la que estamos progresiva y fatalmente inermes.
Asusta pensar que la obra está publicada en 2019, habiendo sido escrita con
toda probabilidad en los años inmediatamente anteriores. Por la lucidez del
análisis que nos ofrece Shoshana Zuboff, estoy convencido de que varias (si no
todas) de mis objeciones sobre su trabajo, se verían superadas de haberse
escrito este en tiempos posteriores al Covid 19, con todo lo que aquella
pandemia nos dejó en el ámbito del control social, la concentración de
capitales en manos de grupos cada vez más reducidos, y la interacción ya
evidente entre las grandes tecnológicas y el poder político.
Primero de todo las quejas: Shoshana, muy anglosajonamente,
menudea la expresión “vida eficaz” a lo largo de toda la obra. A los mediterráneos
como nosotros, la aplicación del adjetivo eficaz
al concepto mismo de la existencia, nos sume en la estupefacción, porque la
existencia puede ser muchas cosas y todas ellas matizables, pero un concepto
tan reduccionista y material como la eficacia precisa de un para qué, una
concreción que no puede dejarse sobre el aire de algo tan complejo como la
vida. Son esas cosas de los bárbaros del
norte que siguen sorprendiéndonos aquí abajo. En la misma senda, a menudo recurre
Shoshana a la escenificación y la parábola a través de personajes (reales o
supuestos, tanto da), para plasmar un realidad; costumbre efectista ya
omnipresente (y deplorable) en cualquier campo; siendo yo mucho más amigo de
los datos, los nombres, los hechos expuestos con la crudeza y el contraste
debidos, y a poder ser exentos de lacrimógenos adornos. Vivimos esta peste
inevitable de la emocracia en la que
nos han sumergido a todos. De este modo, recurre la autora a anécdotas a
menudos españolas (¿será así en el original, o guardará sucedidos nacionales
para cada edición? Lo desconozco), como la empresa familiar de dulces en
Barcelona, las manifestaciones de Podemos y los Indignados del 15M en el Madrid de esa época, o el Derecho al Olvido en Google, que se
fraguó en la AEPD española. Es un recurso que me enferma: no necesitamos más emocracia; menos aún cuando la
denunciamos.
Sorprende que sitúe el origen del Capitalismo de la Vigilancia en un Silicon Valley al amparo del
poder republicano y neoliberal. La autora centra el escenario inicial en el
estancamiento de mediados de los años 70, motivado por la crisis del petróleo;
lo que condujo o facilitó el final de las regulaciones financieras a partir de
la presidencia de Jimmy Carter, para pasar ya en los ochenta a una era de
capitalismo financiero que conllevó una auténtica mutación en los equilibrios
entre riqueza y producción, con un resultado claramente lesivo para el contrato
social vigente, y un aumento palmario de las desigualdades. Destaco aquí dos
cosas: La primera, que Carter era demócrata, no republicano. La segunda, un
silencio inexplicable sobre un suceso fundamental de ese período, como fue el
final del patrón oro durante la presidencia de Richard Nixon (este sí,
republicano); pieza basal del capitalismo financiero. Vino luego Reagan, el
republicano por antonomasia, pero en todos esos años del final del siglo XX y
principios del XXI, es evidente que ha habido presidentes a uno y otro lado,
por lo que centrar una “responsabilidad original” en el partido republicano tal
y como esgrime una y otra vez la autora, es claramente discutible y sesgado,
fruto de cierto sectarismo político que se deja ver a lo largo de las páginas
de la obra, pero que como he dicho arriba, no enfanga su trasfondo, ni el
indudable valor de la luz que arroja sobre el fenómeno digital.
A partir de ese inicio del capitalismo financiero (que nadie
en labores de gobierno ha cuestionado en medio siglo; haciendo de su
sostenimiento y amparo una cuestión trasversal que atañe al poder como tal en los Estados Unidos, gobernase
quien gobernase), surge lo que la autora llama La Tercera Modernidad, a caballo de la revolución digital, tomando
al asalto la privacidad y los derechos individuales, para abordar sin embozo el
monitoreo del ciudadano a través de herramientas progresivamente complejas y
eficientes. Es el inicio de las cookies
y de los web bugs, hoy omnipresentes.
El inicio de una era en la que “el usuario deja de ser fin, para pasar a ser medio
para los fines de otros”. Es el descubrimiento y aplicación de la nueva piedra
filosofal que habría de regir las redes digitales a lo largo y ancho del mundo:
El Excedente Conductual, cuya
denominación proviene de su concepto inicialmente desechable, hasta que los
genios de Google dieron con la tecla mágica de su enorme valor. El Excedente Conductual, el rastro que deja
el usuario en cada gesto, elección, palabra, rechazo, acción, compra, venta,
foto, escucha que realiza, convenientemente procesado por algoritmos cada vez
más capaces y sofisticados, se convierte no solo en mapas de la población, con
sus gustos y repulsiones, sus usos y costumbres, sus taras y dolencias, sus
anhelos y frustraciones, sino también en fuente de predicciones, con evidentes
aplicaciones sociales y mercantiles, al punto de desglosarse en un auténtico mercado
milmillonario de futuros. De hecho,
las mejoras en los servicios en la red, son solo un método para maximizar ese Excedente Conductual, privativo de los
ciudadanos y apropiado de manera unilateral por empresas particulares mediante
la minería de datos, ante la pasividad o la connivencia de las autoridades,
como veremos.
A partir del nefasto 11S de 2001, concurren una serie de
hitos al amparo del terror recién inaugurado: Se implementan nuevos controles
de seguridad e información sobre el consumidor en los Estados Unidos, amén de
un incremento de la vigilancia ciudadana sin necesidad de orden judicial, con
mayores atribuciones para los servicios de Inteligencia. En este nuevo mapa,
comienza una larga batalla entre las grandes corporaciones digitales y la
privacidad del ciudadano, en la que esta ha salido y sigue saliendo siempre
indefectiblemente derrotado: Así, desde las puertas giratorias entre Google y
la administración Obama (un lógico agradecimiento por haberlo llevado derechito
a la presidencia), hasta el escaneado de mensajes privados, pasando por el
mapeado mundial de Street Views, en
el que se violentaron wifis, correos, propiedades, claves…, la senda de los
gigantes digitales con Google a la cabeza, ha permanecido recta e imbatible,
desobedeciendo requerimientos legales y avanzando sin tregua por la vía de los
hechos consumados, a despecho de unas administraciones y tribunales de justicia
siempre mucho más lentos… y quizás algo más; porque si algo tenemos claro los
ciudadanos a pie de calle, es que cuando al poder le interesa algo de veras, se
hace; vaya si se hace.
Curiosamente, para la autora, esta impúdica esquilmación de
la privacidad ciudadana, estas prácticas rapaces unilaterales recaen sobre
familias y particulares “diezmados por la crisis financiera y la cura de
austeridad del neoliberalismo”. Y llega a esgrimir que el resultado de este
abuso parece solo tangible desde el 28 de marzo de 2017, cuando el gobierno
republicano quitó los controles de la FCC (proveedores de internet), para
igualarlos a los de la FTC (compañías de servicios de internet, como Google, Facebook o Microsoft), igualando
la competencia entre ambas organizaciones en tan tardía fecha, cuando ya estaba
todo el pescado vendido. Más bien parece que lo único que hizo esa
desregulación fue permitir la esquilmación del Excedente Conductual a alguien más que los gigantes digitales; algo
así como “si tiene que haber mierda, que sea para todos”. Pero no es sostenible
que tal decisión sea el big bang de
esta carrera.
Entre las compulsiones ideológicas de la autora que
ensombrecen la obra, no puedo dejar escapar el capítulo sexto, en el que como
buena anglosajona, para explicar el avance impune de este nuevo capitalismo
esquilmador de privacidades, echa mano de Colón y la Conquista española. Lo
hace doña Shoshana muy seriecita; ella que es norteamericana, señores. Lo que
hay que aguantar. Y se mete a fondo la Zuboff, hablándonos del Requerimiento a
la rendición que hacían los Conquistadores antes de atacar. Cita a Bartolomé de
las Casas (a quién si no, si no tienen otro que aquel ocurrente y fantasioso
fraile, a quien desmintieron sus coetáneos en su día y desmienten ahora profusión
de historiadores poco ovejunos en lo negrolegendario) para hablarnos de las
“atrocidades españolas”, las “monstruosas torturas”, la “quema de pueblos
enteros en plena noche”, o el “ahorcamiento de mujeres a la vista pública”. Y
no habla de la caballería yanqui, no, no, no, no, no. Habla de nosotros (¡y es
norteamericana!) y hay que decir que con notorio énfasis protestante. Yo le
recomendaría mejores lecturas que De las Casas y Matthew Restall, que parecen
ser sus únicas y retroalimentadas fuentes; qué le vamos a hacer.
Pero dejemos este penoso inciso y volvamos con la obra: Para
la autora, las grandes empresas digitales nacieron en una época en la que las
regulaciones “eran consideradas una tiranía” y se expandieron “al calor de la
excepcionalidad del 11S”. ¿Y en Europa, doña Shoshana? ¿Dónde estaban los
republicanos en Europa? En fin. Ciertamente, este fenómeno claramente
transversal, invadió el planeta; y su impunidad solo se explica por la
connivencia con los estamentos del poder, republicanos o no. Resalta la autora
una declaración del jefe de estrategia de Intel en la época: “Aunque estamos
enterados del debate político sobre este tema, no queremos bajo ningún concepto
que las políticas se interpongan en el camino de la innovación tecnológica”. Y
hay que decir que no lo hicieron. Tasaron cada rincón y detalle de nuestra
realidad, para enriquecerse en un mercado de futuros conductuales, con una
“licuación del mundo físico” hacia objetivos tasables y comercializables en
tiempo real. Pero nadie se interpuso.
En esta senda, expone la autora, se fue progresando hacia el
“control de los datos oscuros” (es decir, todo), incluyendo en ello los hábitos
alimentarios, el modo de conducir el automóvil, los recorridos físicos por los
que solemos movernos, y pronto también el historial clínico. Cita varios
botones de muestra, como cuando en 2015 la Comisión Europea subvencionó con
millones el proyecto SEWA (Análisis Automático de Sentimientos en Estado
Natural, por sus siglas en inglés) de la empresa RealEyes, o premió el programa
Horizonte 2020; un desarrollo para la captación de emociones y su traslación
imperceptible a los gestos. No es entonces, como vemos, un monstruo criado a
los pechos del neoliberalismo republicano, sino algo mucho más profundo y
trasversal, netamente global y compartido. A estas alturas de la obra,
sorprende la incapacidad de Shoshana Zuboff para traspasar sus lentes
ideológicas y observar la como mínimo tácita carta blanca por parte de las
autoridades y organismos de control de los distintos países, empezando por los
Estados Unidos. Administraciones que han sido laxas e inoperantes para decirlo
de manera suave, pues son cada día más evidentes las interacciones (ya en
origen) entre los gigantes digitales y la esfera política, incluyendo específicamente
las agencias de Inteligencia a uno y otro lado del océano.
A partir de aquí, la obra entra en otra dinámica expositiva
todavía más interesante: Las áreas hacia las que se va extendiendo el fenómeno
y sus consecuencias previsibles. Una vez sentado un mercado de futuros
conductuales, los tentáculos del inabarcable pulpo tecnodigital se extienden
hacia la regulación y la previsión. Hablamos de la Modificación Conductual, una forma de ingeniería del comportamiento
alimentada de alpiste de datos, excedente conductual y algoritmos; todo
un prodigio científico al servicio de unos pocos, puesto que se trata de
tecnología, metodología y conocimientos que no se comparten, que no salen de
los reducidos círculos de estos gigantes tecnológicos, y que por tanto sirven
para apacentar una humanidad que no tiene acceso a tales herramientas. Hablamos
de manipulación emocional en la emocracia,
de la substitución de la autonomía del individuo por la heteronomía (regulación
por los otros); y en último caso, de la autonomía del capital frente la
heteronomía del individuo, extirpado ya cualquier atisbo de democracia real.
A estas alturas del relato, su autora sigue ausente de
cualquier ligazón entre este nuevo capitalismo y el poder político. Teoriza
además (y lo creo notablemente despistado) sobre las diferencias entre el viejo
totalitarismo con sus genocidios, su “ingeniería de almas”(sic), respecto de
este nuevo totalitarismo del mercado, con un nuevo “poder instrumentario”.
Aquel oprimiría al individuo con el aislamiento, la amenaza física, el control
de las pulsiones. En cambio este poder
instrumentario no se valdría de la violencia, sino de la modificación
conductual; y no tendría interés en nuestras almas, pues carece de ideología o
principios. Solo le interesaría que nuestra conducta sea “accesible” para su
cálculo y monetización. El viejo totalitarismo sería político. Este nuevo instrumentarismo del Capitalismo de la
Vigilancia, sería meramente de mercado. Ciertamente, no se puede estar más
ciega. Cada totalitarismo se mueve con las armas y los conceptos de su tiempo;
y me resulta increíble que no pueda ver la interacción política, el origen
común en el dominio del hombre por la psicología y el conductismo, a pesar de
que su propio análisis se remonta al conductismo radical de Skinner; un monstruo
para la historia.
Le lleva a Zuboff sobrepasar las quinientas páginas
articular algo sobre la cooperación necesaria del Estado en esa conjunción de
intereses: Recién en la página 514, en el ámbito de la colaboración
antiterrorista entre empresas tecnológicas y servicios de inteligencia, desliza
que esta “se interrumpió en 2013, cuando Edward Snowden reveló la oculta
complicidad existente entre las agencias de seguridad del Estado y las
compañías tecnológicas”. Ahí queda eso, con un par. Le ha costado. Para 2013
esta realidad era un clamor. Abundan las publicaciones sobre la connivencia
entre la inteligencia americana y Silicon Valley desde el principio de la
historia; lo que explicaría la laxitud y dilatación de los reguladores de todo
tipo, incluyendo la judicatura. Es evidente que algo como la predicción,
manipulación y control de las dinámicas de comportamiento de la ciudadanía no
va a quedarse en el ámbito de la monetarización; es pueril, grotescamente
pueril la sola exposición de tal especie.
A partir de este punto, entra Shoshana (por fin) a analizar
la deriva que en el tiempo de la edición del libro (recordemos, 2019) empezaba
a evidenciarse: La aplicación social y política de la minería de datos, el
excedente conductual y la manipulación, control y previsión de las conductas
del ciudadano. Comenta la autora el sistema chino de Reputación Social,
absolutamente desplegado ya en el país asiático. Expone las raíces filosóficas
de este ocaso democrático, que fija en el aludido Skinner, y en ese skinner
puesto al día que vendría a ser Alex Pentland. La autora nos propone cinco
principios de la Sociedad Instrumentaria:
1º. Una conducta en beneficio de un bien superior siempre
por definir.
2º. Planes que substituyen a la política; en la línea de
Skinner, que teorizaba “la evitación de la acción política”. Los planificadores y afinadores de la realidad. La Verdad
Computacional.
3º. Una presión social hacia la armonía, las emociones
positivas, pues las negativas socavarían esa armonía social.
4º. La Utopística aplicada, que me parece algo redundante
con lo anterior.
5º. La muerte de la individualidad.
El mismo Pentland lo esgrimía y esgrime aún hoy: “Va siendo
hora de que abandonemos esa ficción de los individuos como unidad básica de
racionalidad”. O citando al mismo Skinner: “Lo que estamos aboliendo es el
hombre autónomo… el demonio poseedor, el hombre defendido en los tratados sobre
la libertad y la dignidad”.
La autora desgrana varios indicios evidentes de cómo está
impactando el Capitalismo de la Vigilancia entre la gente más joven, especialmente
en aspectos muy remarcables, como la vida
vista desde fuera en la que están atrapados (un ello de los terceros), la compulsión por un sentimiento de
aceptación y pertenencia, la ansiedad y el miedo a perderse algo, la permanente comparación social, el espíritu de
rebaño, y especialmente marcadas, la emocionalidad, la inseguridad, el fin de
un entorno amable en el que dejarse ir en la complicidad y el relajo, cuando el
yo es real; el horror vacui a romper normas sociales… Y todo ello mientras se
consideran a sí mismos contraculturales.
Concluye Shoshana cargando de nuevo contra los neoliberales
y Hayek, que murió más que nonagenario allá por 1992, cuando todo esto era
apenas un futurible. Y nos advierte: “El capitalismo de la vigilancia no es el
capitalismo de toda la vida”. Chocolate por la noticia. Pero quizás sí, y sea
solo que ahora lo quieren todo y tienen las herramientas para ello.
Agoniza la obra, cuando Shoshana nos expone una percepción
de “orientación colectivista” tan diferente de la tradicional. Un colectivismo
en el que “el Mercado y no el Estado concentran dominio, conocimiento y
libertad”. Y yo vuelvo a preguntarme si ahora, cinco años después, seguiría tan
despistada Shoshana. Renglón seguido, se muestra sorprendida por los intentos
de Google y Facebook por meterse en el periodismo. Qué diría ahora de los Fact
Checkers, esa concesión a FET y de las JONS a iniciativa del Pointer Institute
del inefable Soros.
Cierra la obra con un llamado a la recuperación del espíritu
democrático que nos están hurtando, y en ello estoy plenamente de acuerdo, pues
nada queda de la democracia cuando se asiste a una tecnología capaz de medir,
predecir, modular y adelantar el comportamiento humano al extremo de ganar
dinero con ello… y elecciones. O como dijo Hannah Arendt: “Como uno contra
todos; y los oprimido son todos iguales, es decir, todos carecen de poder”.
La Era del Capitalismo de la Vigilancia es una gran obra (apabullante
de datos y bibliografía) de lectura obligada, pues arroja luz sobre uno de los
problemas más acuciantes de nuestro tiempo, dotándolo de nuevas referencias y
precisando sus dimensiones y alcance social. Es una obra necesaria, a pesar de
las prescindibles compulsiones ideológicas de su autora, que no empañan el valor
de su obra.
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