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Checas de Madrid, de César Vidal. Una aportación a la verdad de nuestra Segunda República

 Interesante monografía del prolífico autor madrileño, publicada hace ya más de veinte años (2003), pero que conviene recordar en estos tiempos de relato parcial. Bien documentada y provista de copiosa bibliografía, la obra termina de desmentir la especie de que el terror en el bando republicano fue obra de incontrolados y milicianos, sin una participación del poder político que en todo caso, se opuso. Una teoría ya muy desprestigiada y carente de argumentos, pero que en la fecha de esta publicación todavía era objeto de debate.

Inicia Vidal planteando el concepto mismo de cheka durante el terror rojo de 1917, bajo los dictados de Dzerzhinsky, para trasladarlo a nuestra península bajo la inspiración revolucionaria de Pablo Iglesias (el fetén), al que dibuja con desconocimiento económico, su dogmatismo y su desprecio parlamentario, cuando llega a decir que los socialistas “estarán en la legalidad mientras ello les permita adquirir lo que necesitan, fuera de la legalidad cuando ello no les permita realizar sus aspiraciones”. Eran los tiempos en que amenazaba a Maura con un “atentado personal”, antes de dejarlo llegar al poder.

Así, los antecedentes en la huelga revolucionaria desencadenada por la UGT y la CNT en 1917, con alijos de armas y municiones en varios puntos del norte peninsular, en los que el mismo Indalecio Prieto reconoció haber participado. También fueron implicados Largo Caballero, Saborit y hasta el luego moderado Besteiro, entre otros.

Al término de la dictadura de Primo de Rivera (más duro con los anarquistas que con los socialistas, con los que siempre se entendió bien, llegando Largo Caballero a ser Consejero de Estado bajo su gobierno) y tras la caída de la monarquía en el 31, se suceden distintos estallidos revolucionarios que Cesar Vidal nos va desgranando: Motines armados en Arnedo y Castilblanco en 1932, la sublevación anarquista del mismo año en el Alto Llobregat, el nuevo intento revolucionario anarquista en Casas Viejas en 1933, la mal llamada Revolución del 34 (en realidad un golpe de estado en toda regla contra la legalidad republicana bajo el gobierno conservador), que en Asturias se salda con más de mil muertos y dos mil heridos, de entre los que 324 muertos y más de novecientos heridos lo fueron entre la fuerza pública.

Nos saltaremos aquí, por sobradamente conocidos, los innumerables discursos amenazantes y los llamados a la guerra civil, la revolución y la dictadura del proletariado en boca de los sucesivos líderes de la izquierda de ese tiempo, para pasar directamente al pucherazo de las elecciones de febrero de 1936, en las que atendiendo a las actas electorales (no hablamos de las Guerras Púnicas, ni de la caída de Babilonia. Todo está documentado y bien documentado) los resultados fueron de 4.430.322 votos para el Frente Popular, 4.511.031 votos para la derecha y 682.825 votos para el centro; con una composición de actas de algo más de doscientas para la izquierda, de un total de 473; si bien otros autores (Tardío y Villa en su completo estudio de 2017 sobre el asunto) sostienen algunas variaciones en los votos centristas respecto a la derecha, con su traslación en los escaños.

Innumerables fueron las irregularidades computadas contra las candidaturas conservadoras en Cáceres, Coruña, Lugo, Pontevedra, Orense, Granada, Cuenca, Almería, Jaén, Salamanca, Burgos, Valencia y Albacete. Pero lejos de toda investigación, la izquierda reclamó el poder violentamente sin esperar el recuento, con una ofensiva en la calle, con la muchedumbre violentando en muchos lugares los colegios electorales y forzando la dimisión de gobernadores. Unilateralmente eligieron a la Comisión de Validez de las actas, y mediante ella anularon actas a capricho, llegando a anular la totalidad de ellas en algunas provincias, proclamando arbitrariamente candidatos y expulsando a otros ya proclamados. Conquistada la mayoría de tan irregular e ilegal modo, se declararon indisolubles durante el mandato presidencial vigente en ese momento, revocando de facto con ello a Niceto Alcalá Zamora, a la sazón presidente de la República, y tomando también de facto el poder por la vía de los hechos; tal cual habían hecho en 1931.

Tras los anárquicos meses que transcurrieron entre aquellas elecciones y el golpe de Mola, Cesar Vidal da por finiquitado (yo soy de la misma opinión) el estado republicano con la entrega de armas al pueblo ejecutada por Giral; un pueblo que eran en realidad sindicatos y partidos izquierdistas, dejando propicio el campo para la germinación de las checas como nueva realidad.

Tras las matanzas de los primeros días (130 prisioneros de los alzados en el Cuartel de la Montaña y 28 en el de Campamento, amén de los innumerables religiosos, militares y civiles), toman cuerpo definitivo las checas a lo largo de un rosario de ciudades importantes (Madrid, Barcelona, Valencia…); centrándose el autor para esta monografía, en las 226 checas de los distintos partidos y sindicatos izquierdistas, identificadas solo en Madrid.

Así, la checa de Bellas Artes, a las órdenes de Manuel Muñoz Martínez, diputado de Izquierda Republicana y Director General de Seguridad; masón del grado 33, para más señas. El mismo personaje que creará el Comité Provincial de Investigación Pública, encargada de las detenciones, saqueos, torturas y ejecuciones. En esta checa funcionaron seis tribunales, dos siempre simultáneos durante las veinticuatro horas del día.

Los datos para su funcionamiento incansable eran entregados por la Secretaría Técnica del Director de Seguridad, a cargo de José Raúl Bellido. Las ejecuciones eran llevadas a cabo por la Escuadrilla del Amanecer, de triste recuerdo, o los Linces de La República, a las órdenes directas del Director de Seguridad; sin olvidarnos de la Brigada de Servicios Especiales, al cargo de Carlos de Juan Rodríguez, Subdirector General de Seguridad, también conocida como checa del Marqués de Cubas, que era el nombre de la calle.

Entre las checas propiamente del PSOE, Cesar Vidal desgrana varias: La checa de García Atadell, en colaboración con la Agrupación Socialista Madrileña; checa que fuera visitada por el ministro Anastasio de Gracia para felicitarlos efusivamente por su labor. También la checa de Marqués de Riscal, dependiente de la Inspección General de Milicias Populares, o la checa de la propia Agrupación Socialista Madrileña, con una Comisión de Información Electoral a cargo del socialista Julio de Mora Martínez. Pasa también revista el autor a las comisarías y al propio Ministerio de la Guerra: el Consejillo de Buenavista entre aquellas, o los Servicios Especiales del ministerio, en este.

La sigue el autor con la actividad represora a lo largo del otoño de ese año, con los fusilamientos de la Modelo, las sacas de la cárcel de Ventas, las matanzas de Aravaca, y por fin la tan debatida matanza de Paracuellos; en la que resalta los testimonios de los funcionarios señalando al ministro García Oliver como instigador, tras sendas reuniones con el consejero de Orden Público Santiago Carrillo, además de José Laín, Cazorla y Serrano Poncela.

Un aspecto reseñable y menos conocido por el gran público, es el capítulo que el libro dedica a la respuesta diplomática en el enrarecido clima de aquel Madrid; respuesta encabezada por el embajador de Chile (con merecida calle en la ciudad), Núñez Morgado, en una incansable actividad de acogimiento y refugio de perseguidos, llegando (cuando las dependencias de la embajada se vieron desbordadas) a alquilar inmuebles adicionales para, protección de su bandera mediante, acoger a nuevos refugiados. Su ejemplo fue seguido por muchas otras embajadas y consulados: las de Noruega, Brasil (que fue asaltada por la policía), Alemania e Italia (ambas asaltadas por milicianos), Finlandia (asaltada por la policía), Argentina, Perú y Turquía (ambas asaltadas por la policía), Uruguay (en la que llegaron a secuestrar a los familiares del cónsul para extorsionarlo), y la de Bélgica, donde se dio el más escandaloso altercado, resultando secuestrado el encargados de negocios, que fue torturado en una checa antes de ser paseado.

Hay una frase de Churchill traída en medio de estas sórdidas páginas: “¿Cómo sucedió? Sucedió de acuerdo a un plan. Lenin afirmó que los comunistas debían prestar su ayuda a todo movimiento de izquierdas y promover la implantación de gobiernos constitucionales débiles, de signo radical o socialista. Después socavarían esos gobiernos y arrancarían de sus manos vacilantes el poder absoluto… El procedimiento es bien conocido. Forma parte de la doctrina y táctica comunistas… Desde las elecciones celebradas a principios de este año, hemos asistido a una reproducción casi perfecta en España, mutatis mutandis, del período de kerensky en Rusia”. No puedo estar más de acuerdo.

Es el anarquista Melchor Rodríguez, a la sazón Delegado de Prisiones desde el 10 de noviembre, el que pone fin a las matanzas; y desde su nombramiento solo hubo una matanza más, cuando tras un bombardeo franquista sobre Guadalajara, los milicianos asaltaron la prisión y asesinaron a sus 320 reclusos. Sí consiguió evitar in extremis que se produjera lo mismo en Alcalá de Henares. A él se le atribuye la frase: “se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas”. Fue destituido el primero de marzo.

Tras los sucesos de mayo del 37 en Barcelona, se precipita la caída de Largo Caballero y asume Negrín. Y con él, regresan los días de las matanzas y los paseos. Reaparece en Madrid la infausta Escuadrilla del Amanecer. Son los tiempos en que sobre la desaparición de Andreu Nin, el ministro de la Gobernación, Julián Zugazagoitia, espeta en pleno Consejo de Ministros, que ha sido realizada “…por un servicio extranjero que actuaba, a lo que se veía, omnímodamente en nuestro territorio, sin otra ley que su voluntad, ni más freno que su capricho”. De nada sirvió, y pronto el mismo Indalecio Prieto sería purgado del gobierno por sus razonables reticencias.

Aún en tiempos de Indalecio se crea el SIM (Servicio de Investigación Militar). De él dependían las checas y la red de campos de concentración. En unos y otros, asesores soviéticos introducen el uso de la electricidad en las torturas, los simulacros de fusilamiento, el arrancamiento de la lengua con tenazas, la reducción de las celdas y su decorado en colores insufriblemente vivos, con pavimentos desnivelados y angulosos o de aristas cortantes, en las que se mantenía en pie al recluso, bajo una potente luz roja o verde. O encerrados en armarios con ruidos brutales, sirenas, zumbidos… La imaginación era extensa. Entre las checas del SIM, fueron famosas la de la calle San Lorenzo y la del Ministerio de Marina.

A partir del verano del 37 se incrementa (si ello era posible) el terror. En línea con los grandes procesos que se estaban desarrollando en Moscú, la acusación más común fue la de quintacolumnismo y actividades contrarrevolucionarias. Cita aquí Vidal al general del KGB Pavel Sudoplatov, agente de Stalin del NKVD en España: “España demostró ser un jardín de infancia para nuestras operaciones futuras… Los republicanos españoles perdieron, pero los hombres y las mujeres de Stalin ganaron”. Tal represión se mantuvo en el 38, llegando a decretarse la persecución legal de los familiares de los desertores en un frente en el que se cosechaba un revés tras otro.

Pero pronto se impuso la realidad. Las condenas por derrotismo durante el primer trimestre del año se elevaron a más del 87%. Para el verano habían bajado a poco más del 36%. Al final de ese año del 38, las condenas no llegaban al 15%. El SIM proseguía su feroz represión, pero los tribunales entendían lo próximo que estaba el final.

El autor no se deja en el tintero el capítulo de la batalla cultural de los intelectuales, dejando claro que, contra lo que suele creerse, la intelectualidad no estuvo decantada de modo palmario por el bando republicano; habiendo sido mucho más dividida tal inclinación, si no claramente contraria. Cierto fue, como señala, el apoyo a aquellos restos de república por parte de Antonio Machado, Menéndez Pidal, Juan Ramón Jiménez, Juan de la Encina, Rafael Alberti, entre otros. Pero personalidades tan relevantes como Muñoz Seca, Jardiel Poncela, Pérez de Ayala, Pío Baroja, Unamuno, Ortega y Gasset, Gregorio Marañón o Ramiro de Maeztu, apoyaron al bando sublevado. Destaca también Vidal, el silencio ante la represión de retaguardia por parte de personajes como Hemingway o Dos Passos, o en el caso de Alberti, su aliento.

Por último, hace el autor un aparte para Negrín. Cita documentación del encargado de negocios de la URSS, Serguei Marchenko, en la que se desgranan las negociaciones con Negrín para la unificación de socialistas y comunistas bajo dirección de estos; los planes para una dictadura soviética en la que “no cabe un regreso al viejo parlamentarismo. Resulta imperativo una organización política unificada o una dictadura militar”.

Cierra la obra con el estremecedor listado de 11.705 asesinados, con sus nombres y apellidos, y excluidos los que el autor no pudo verificar al menos por dos fuentes.

En definitiva, un relato terrorífico que (dentro de las discusiones y precisiones que todo debate histórico debe conllevar) ayuda a completar la óptica y el discurso sobre la realidad de la retaguardia (bien que centrada en Madrid), en una república desaparecida de facto tras la disolución del ejército leal y la entrega de armas por parte del gobierno Giral a milicianos y sindicatos.


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