1936. Fraude y Violencia en las elecciones del Frente Popular, de Tardío y Villa. Una monografía ilustrativa.
Imprescindible
monografía de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, editada en 2017, que
profundiza sobre datos y aspectos ya indicados por otros autores, hasta
elevarlos probablemente a definitivos, superando décadas de ocultamiento y
disimulo, y viniendo a remover el mito del triunfo izquierdista en las
elecciones del Frente Popular.
De inicio,
fijan Tardío y Villa las circunstancias emanantes del mal llamado Bienio Negro y la no menos mal llamada Revolución del 34; la caída de Lerroux,
las oscuras y recurrentes maniobras (borbonear,
lo llamaron otros autores; muy en la línea con la Restauración) de Alcalá-Zamora
para impedir un gabinete de Gil Robles y su CEDA (a la sazón el partido más
votado), precipitando finalmente la convocatoria de elecciones e impidiendo así
un Pleno (el Congreso había sido cerrado) que discutiera los decretos dudosos
de un gobierno minoritario.
Los autores
remarcan un aspecto menos conocido por la ciudadanía, como que el sistema de
circunscripciones de la época, con cupos mínimos y segunda vuelta, avocaban a
la laminación de las minorías, arrojando mayorías aplastantes con pocos votos
de diferencia, o incluso (con el triunfo en circunscripciones grandes) con
menos votos que la minoría. Creado para garantizar mayorías
republicano-socialistas, se les volvió en contra en las elecciones de 1933. En
el 35 los conservadores quisieron modificar la ley, atenuando así tales
diferencias, pero la izquierda se negó.
Desgranan a
continuación los intersticios políticos, los pactos para la creación del Frente
Popular, las luchas internas por las listas, la amnistía para los
revolucionarios de Octubre del 34, incluyendo compensaciones, la no renuncia a
la vía revolucionaria, la voluntad de controlar la economía y los medios de
producción, el no menos deseable dominio sobre la Administración y los medios de
prensa, el camino innegociable hacia la dictadura del proletariado… Tiras y
aflojas en nada distintos a las equivalentes luchas intestinas en el ámbito de
la derecha, donde Gil Robles termina por moderar su rigidez al pacto con los
Republicanos. Destacan los autores la reducida importancia de los monárquicos
de Calvo Sotelo para tales ajustes.
Ponen la lupa
en los manejos de Alcalá-Zamora, Portela mediante, para lograr una alianza de
centro, ya con las elecciones encima; utilizando para ello todos los resortes
del poder. Era un bienintencionado propósito de “centrar” la República, pero
demasiado volcado a la izquierda en su inicio, y ya tardío cuando, a la vista
del fracaso, se abrió parcialmente a las derechas. Tales mangoneos centristas
del gobierno Portela, presionando y sondeando a alcaldes, gobernadores,
delegados del Gobierno y altos cargos de la Administración, tratando de colocar
listas, modificar gestoras, allanar unas sendas y retorcer otras; incluyendo
las modificaciones de censo, la prohibición de actos, las detenciones arbitrarias,
el cierre de medios (siempre enfocados sobre las derechas), supusieron junto a
los manejos presidenciales, un desencadenante fatal de los hechos posteriores.
Las
previsiones en los resultados eran de una marcada igualdad en ambos bandos,
acaso con la posibilidad de alguna sorpresa centrista. Y parecía preocupar más
el 16 de marzo (día de la apertura del Congreso), que la jornada electoral del
16 de febrero.
Siguiendo con
este soberbio trabajo de documentación desarrollado por Tardío y Villa, el
cotejo de los datos de la violencia callejera entre el 1 de enero y ese 16 de
febrero, nos habla de más de cuatrocientos episodios, con cuarenta y un muertos
(a los que se podrían añadir otros nueve dudosos) y en torno a ochenta heridos;
todo ello en tan solo mes y medio. Violencia ejercida por izquierdas y
derechas, esencialmente comunistas y socialistas de un lado, y falangistas del
otro; y con una intensidad algo mayor por parte de los primeros, sin que por
ello los segundos fueran muy a la zaga en el noble arte de laminar al prójimo. No tan repartida estuvo la
iniciativa, pues de cada tres actos violentos, las izquierdas iniciaron dos; y
en cuanto a los actos políticos reventados, el ochenta por ciento lo fueron de
la derecha a manos de izquierdistas: Cuarenta y cinco de cincuenta y tres.
El día de las
elecciones hubo altercados graves en provincias, pero una relativa paz en
Madrid, donde el orden público apenas se vio alterado. A última hora de la
tarde la izquierda tomó la calle sin esperar ni el recuento, ni la segunda
vuelta donde la hubiere. Era una evidente maniobra de presión, que desencadenó
a lo largo del día 17, altercados y cargas policiales en toda España, con
profusión de muertos y heridos. En Cataluña, sin más, las izquierdas
procedieron a tomar el poder. Ese mismo día se produjeron motines en las
cárceles, con tumultuosa liberación de presos. Los incendios en templos y
edificios religiosos comenzaron a extenderse por toda la geografía nacional.
No se hizo
esperar la exigencia de Largo Caballero (y pronto del propio Azaña), de la
inmediata entrega del poder, sin esperar a terminar el recuento y siempre
amparados por la presión en las calles que ellos mismos habían alentado.
El día 19
continuaron las tomas arbitrarias de ayuntamientos, a manos de exalcaldes y
concejales anteriores al golpe revolucionario del 34, incluyendo Madrid. Ganado
por el terror, dimite Portela con la oposición de Alcalá-Zamora, que a pesar de
la dimisión en pleno del Ejecutivo, todavía acariciaba la idea de un
gobierno-puente al menos hasta que se terminara el escrutinio y los dos bloques
antagónicos calcularan sus fuerzas respectivas, entrando en negociaciones para
formar uno nuevo. Pero con la calle tomada por la izquierda y una derecha con
alianzas más coyunturales que efectivas, el presidente cedió y entregó el poder
a Azaña. Y hay que decir que la CEDA también se plegó; tal era el clima social.
La toma de
ayuntamientos tuvo connotaciones trágicas en diversos lugares, especialmente en
Zaragoza, donde se produjeron dieciséis muertos y treinta y nueve heridos
graves, cincuenta iglesias quemadas y setenta centros derechistas arrasados.
Tales episodios se extendieron al resto de España, para que el mismo Azaña
comentase a Giménez Fernández: “es el resultado fatal de una represión de casi
dos años”. Sin comentarios.
No hubo héroes
en el otro bando. La CEDA volvió a contemporizar y apoyó la amnistía, que se
hizo extensiva a los presos comunes, aunque en numerosas prisiones estos ya se
habían largado ante una pasividad policial vergonzosa. Era un intento de
atenuar las protestas y la tensión, pero en vano, pues estas crecían en intensidad,
llegando a reclamar el procesamiento de “los verdugos del proletariado español”
(en referencia a los hechos del 34), mientras el “moderado” Prieto calificaba
tal revolución como “el esfuerzo más vigoroso de la clase obrera española”,
siendo sus protagonistas “ciudadanos de honor por haberse excedido”. Para
empeorar más las cosas, se reclama la readmisión de los despedidos en las
huelgas de octubre, y de los funcionarios sancionados por los mismos hechos,
incluyendo en todos los casos el pago de los haberes no desde octubre, sino
desde enero.
Para el 21 de
febrero, Martínez Barrio confesaba en privado a Azaña que la situación era
“mucho más revolucionaria, verdaderamente grave, que la del cambio de régimen
de 1931”. Entre ese día 21 y el primero de marzo, se produjeron veintitrés
muertos y cincuenta y un heridos graves, con una media desde las elecciones del
día 16, de unas doce víctimas diarias entre muertos y heridos graves;
recrudeciéndose los ataques a las sedes derechistas y las iglesias, círculos patronales
y personalidades conservadoras, así como las peleas y tiroteos entre
extremistas de uno u otro lado. Frente a esto, la reacción gubernativa fue
siempre el cierre de sedes derechistas y el encarcelamiento de sus dirigentes.
Vuelven las
ocupaciones arbitrarias de fincas, y para la segunda vuelta del primero de
marzo, en plena jornada electoral, el ministro de agricultura confirmó que de
inmediato se aprobaría un decreto para que los yunteros se apropiaran de
tierras extremeñas.
Centrándose ya
en las votaciones y sus resultados, Tardío y Villa (y de nuevo la retahíla de
datos resulta apabullante, poniendo de relieve el calado de esta homérica
monografía) van exponiendo uno tras otro los hechos contrastados, los dudosos,
y aquellos sobre los que hacen una estimación o valoración necesariamente
abierta. Vamos con unas perlas: Obstrucción grave de la votación en distritos tradicionalmente
conservadores de Barcelona, Bilbao, Cádiz, Gijón, Sevilla, Valencia, Zaragoza.
Desmanes en mesas (con interventores siempre contra la derecha) en Granada,
Coruña y Las Palmas. Con todo, estiman los autores que la votación fue en
líneas generales, de una limpieza aceptable en esa primera vuelta.
Otra cosa muy
distinta fue el escrutinio. En un contexto de escaños ajustado y con un sistema
que primaba tanto a las listas más votadas, las decisiones de las Juntas
Electorales podían afectar y modificar entre el 33 y el 60% de los escaños.
Los primeros
datos en la noche del 16, confirmaban la mayoría de centro y derecha. En Cataluña
barrían las izquierdas, especialmente en Barcelona. Ya de madrugada, el
presidente advirtió de la lentitud del recuento y de que no habría noticias
nuevas hasta la mañana del 17, pero ya las calles estaban tomadas, empujadas
por los primeros datos de Barcelona y el cinturón obrero de Madrid. Nada era
todavía indicativo del reparto de escaños, para lo que resultaba imperativo
acabar un recuento que precisaría varios días. La ley electoral solo validaba
los escaños si uno de los candidatos superaba el 40% de los votos de una
circunscripción; y ello sin hablar de la repetición de las elecciones en
aquellos lugares en que se hiciera necesario. Y aun con eso, faltarían las
decisiones finales de las Juntas, a partir del día 20.
Los autores
juzgan del todo imposible que Portela conociera los resultados a las diez de la
noche del 16, como dijo en sus memorias. Desde luego, no fue eso lo que en
aquellos momentos transmitió a Alcalá-Zamora, ni tampoco los primeros
resultados participados por los gobernadores decían nada distinto de la
victoria del centro derecha, tal y como se adelantó a la prensa en esas horas.
Sí era cierto que sus previsiones de un centro vencedor y un Frente Popular que
no llegaría a los 120 escaños, empezaban a resquebrajarse. De madrugada ya se
perfilaban en torno a 160 y por la mañana del 17 se rozaban los 190 escaños;
yendo el centro siempre detrás de los dos bloques principales.
Esa misma
mañana, el embajador de Portugal transmitió a Lisboa una estimación de 170
escaños para las izquierdas y 220 para el centro derecha. Y el propio Portela
le comunicaba datos similares a su candidato granadino. Martínez Barrio afirmó
en sus memorias que a esas horas se conocía el triunfo del Frente Popular, pero
su particular suma no excedía los 161 escaños. Del mismo modo, los datos en
poder de Izquierda Republicana al amanecer del día 17, hablaban de 178 escaños;
muy lejos de los 237 necesarios.
A lo largo del
día 17, los escrutinios solo eran terminantes en que el Frente Popular empezaba
a ir por delante, y en que los conservadores precisarían del voto rural (aún
por escrutar) para alcanzar la victoria. Por tanto, los titulares de ese día y
siguientes en la prensa izquierdista, asegurando que ya contaban con 250 y
luego 260 escaños, eran falsos. Al atardecer de ese día 17, los datos de las
candidaturas que ya habían alcanzado ese 40% necesario, otorgaban 65 para las
izquierdas y 51 para las derechas. Ninguna candidatura aún para Portela.
El Ministerio
emitió unos datos “definitivos” la tarde del 17, concediendo 240 escaños para
la izquierda y 221 para la derecha y el centro. Tales datos se filtran a la
prensa aun cuando ni el recuento oficioso podía asegurarlos. La calle hierve, y
un desbordado Portela le ofrece el gobierno a Largo Caballero en una entrevista
para el olvido. Se repartían ya 461 escaños (todos menos doce), a pesar de que
en la primera vuelta solo saldrían elegidos 453; e incluían datos de Coruña,
Lugo, Pontevedra, donde a esas horas el escrutinio era bajísimo.
Para el día
18, los datos afianzados eran de 198 y 161; quedando aún 114 dudosos,
pendientes del escrutinio definitivo del día 20. El resto de la jornada fueron
llegando datos de circunscripciones rurales, haciendo subir a la CEDA hasta
casi el empate; pero a esas alturas y con la calle tomada, la izquierda no
admitiría más escrutinio que el que confirmara su victoria.
Martínez
Barrio fue entonces a ver a Portela, y éste completamente demudado, le anunció
que dimitía. Barrio hizo público el acuerdo de transmisión de poderes, y así,
con más pena que gloria y sin esperar a lo que dijera el presidente de la
República, se consumó el apaño. Por lo confesado por Barrio a Alcalá-Zamora,
cuando Portela se fue, contaba la izquierda con 217 escaños, lo que coincide
con los 216 que transmitió el embajador británico a Londres.
Como nota de
color, abro un inciso para exponer los datos que ofrecen los autores sobre los
recuentos de Gijón, mi ciudad natal, merced a la transcripción de los
telegramas que el gobernador envió a Portela:
El 16 de febrero a las 18h., 147 votos la izquierda y 312 la derecha. A
las 20h., 3863 y 4075 respectivamente. A las 22h., 14691 y 11876. El 17 de
febrero a las cero horas, 18549 y 16657. A las 2h., 31562 y 31162. A las 6h.,
81255 y 65547. A las 10h., 108000 y 92000 respectivamente. Y aún 124000
pendientes de escrutinio. Y esto en un tradicional feudo de la izquierda.
Se repitieron
elecciones en decenas de mesas. En Zaragoza y Valencia el día 18. En Coruña el
19, se falsificaron las actas por parte de la izquierda, y algo similar sucedió
en Pontevedra. También hubo problemas y repeticiones en Lugo, Málaga y Jaén. Y
también se falsificaron actas en Cáceres con un recuento en manos de las nuevas
autoridades, que dictaminaron un imprevisto triunfo de la izquierda. Lo mismo
sucedió en Tenerife y en Las Palmas, donde la ventaja de los centristas en las
mesas en las que se repetía la elección, se trocó en barrida izquierdista tras
el inopinado cambio de autoridades. Similares vuelcos y manejos tuvieron lugar
en Vizcaya, Córdoba, Alicante y Málaga.
En general,
para el escrutinio oficial hubo presiones de todo tipo sobre las Juntas
Electorales de muchas provincias, además del falseamiento indiscriminado de
actas; logrando que Alcalá-Zamora pronunciara su célebre frase “casi toda
España se ha vuelto Coruña” (pues en aquel feudo de Portela se iniciaron los
primeros y más sonados manejos), lamentando también “estas póstumas y
vergonzosas rectificaciones de algunos puestos”. En cualquier caso, el
espectáculo de votos enmendados, actas sobrescritas o raspadas, sellos rotos,
sobres abiertos, falta de representantes de la derecha en los recuentos o
prohibición de su acceso, se volvieron moneda corriente; dotando al recuento de
un triste sesgo bananero. En Valencia, por ejemplo, no hubo recuento: Con la
sala tomada de izquierdistas, se proclamó que el recuento ya se había hecho de
modo reservado (sic); pasando sin más a declararse como oficiales los
resultados de la barrida izquierdista.
Con todo, y a
pesar de los abusos y arbitrariedades, presiones, falsificaciones y pucherazos
varios, las actas de la primera vuelta arrojan los siguientes datos:
Izquierdas: 4.438.831 votos. Derechas: 5.141.368 votos; de los que 324.876
correspondían a los portelistas del gobierno centrista. Pero en escaños, debido
a la ley que ya se ha comentado, las izquierdas obtuvieron 259, mientras que el
conjunto de las derechas se quedó en 191. El modelo electoral (ya se ha dicho) primaba
al partido más votado, sin importar lo exigua que fuera la diferencia en votos.
Además la izquierda triunfaba en circunscripciones más pobladas, y ello por no
entrar en cuáles candidaturas se presentaban (en función de previsiones; lo
hicieron complicado los padres de la República) por la mayoría o por la
minoría, pues en ello también había diferencias.
En la segunda
vuelta (ya bajo el control total e ilegal del Frente Popular y con Azaña en la
presidencia), se dieron por buenos los arbitrarios cambios en ayuntamientos,
llegando a promover varios más, en los que se destituyó a más alcaldes y
concejales electos, se cambiaron gestoras… llegando a implantar la censura en
algunas provincias. Con estos mimbres y una derecha aterrorizada por las
agresiones, las amenazas y las detenciones, se apuntaló el triunfo
izquierdista, para fijarlo en 267 contra 206 escaños.
Llegó luego el
turno de la Comisión de Actas, en las Cortes: 35 de 55 fueron protestadas,
pasando a esperar pronunciamiento. Tales impugnaciones eran comunes y de parte,
pues unas Cortes afines podían cambiar un escaño mejor que un juez o una Junta.
Fue presidida por el mismo Martínez Barrio, pues no parecían sentirse llamados
al disimulo. El “moderado” Prieto habló de mano dura para “evitar una
magistratura reaccionaria”, “un funcionarismo fascista”, llamando a “reforzar
la mayoría… anulando todas las elecciones manchadas de ilegalidad”, a fin de
conseguir “esos trescientos diputados con que soñaba Gil Robles”. Como
señalaría meses más tarde el mismo Azaña, “hemos recobrado la República y no
volveremos a perderla”. Cumplieron sus preceptos, organizando una Comisión que
arrollase a una derecha encogida, que era objeto de pitorreo cuando protestaba
alguna irregularidad a lo largo de aquellas bochornosas sesiones. Alcalá-Zamora
llegó a confesar a Giménez Fernández que la deserción de Portela había
permitido que “el frente revolucionario se llevara indebidamente sesenta actas
con los atropellos postelectorales”.
Durante marzo
y abril, mientras se discernían tales actas, prosiguieron las destituciones
arbitrarias en ayuntamientos conservadores, la admisión (con pago de haberes)
de implicados en la revolución del 34, la depuración de empleados públicos derechistas.
Y prosiguieron también los choques de izquierdistas con la fuerza pública o con
falangistas (con invariable detención de los segundos), o los atentados a
políticos en ejercicio, como en el caso de Largo Caballero, cuyo domicilio fue
tiroteado por falangistas. Y se recrudecieron también huelgas y presiones para
anular resultados electorales en provincias conservadoras (Albacete,
Guadalajara, León, Granada, Palma de Mallorca, Toledo, Ávila, Segovia…), y el
asalto y/o incendio de sedes derechistas.
La Comisión de
Actas estaba formada por catorce izquierdistas y siete derechistas. Hubo en
ella de todo; insultos, amenazas, puñetazos, arbitrariedades y una bochornosa
carencia de argumentos jurídicos. Al punto que hubo un momento en que hasta Azaña
habló de “anulaciones vengativas”; tal era el escándalo. El Socialista llegó a esgrimir que “atrincherarse en el argumento
de que solo las pruebas documentales y terminantes pueden ser tenidas en
cuenta, es jugar con ventaja” (sic), o que “la judicidad” era una coartada
reaccionaria; argumento que acaso les suene. La derecha llegó a levantarse y
abandonar. El mismo Prieto dimitió con la boca pequeña, mientras sus compañeros
saludaban con chanzas y pañuelos blancos la retirada de los conservadores. No importó;
la izquierda continuó como dueña absoluta de la Comisión, como si nada hubiera
pasado. Gil Robles libró por los pelos de que le impugnaran Salamanca y con
ello su propia acta. Alcalá-Zamora diría en sus memorias: “En la historia
parlamentaria de España, no muy escrupulosa, no hay memoria de nada comparable
a la Comisión de Actas de 1936”.
En total, la
izquierda ganó a costa de la derecha veintitrés escaños más. Ampliaba así la
mayoría, ya formada con los escandalosos recuentos acribillados de amaños y
falsificaciones de actas, escamoteos, presiones e ilegalidades de todo tipo,
especialmente en Coruña, Cáceres, Tenerife, Jaén, Valencia, Las Palmas, Málaga,
Murcia y Pontevedra, que costaron a la derecha entre 36 y 40 escaños, de los
que entre 29 y 33 fueron al Frente Popular. Ello habría resultado en un empate
técnico en la primera vuelta, pendiente de la segunda que como vimos, se hizo
ya bajo el gobierno izquierdista y en medio de una barahúnda de
irregularidades. Y todo ello sin contar la Comisión de Actas.
Tardío y Villa
huyen de pronunciamientos estereotipados. Centran las responsabilidades en la
convocatoria electoral y su momento; los manejos de Alcalá-Zamora abortando la
legislatura, impidiendo una reforma constitucional que modificara la ley electoral.
También en la flojera genuflexa de Portela, y en un Azaña convertido en
Kerensky. En definitiva, en una República disuelta como un azucarillo tras las
precipitadas elecciones del febrero del 36; un vacío precursor de la larga
primavera de violencia que explotó en una guerra entrado el verano.
Magnífico
trabajo el de estos dos autores. Centra los antecedentes de un drama.
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