Zambullirse en
los viejos maestros, es un eterno recordatorio de buen hacer literario, de cómo
se plasma una realidad sin dar explicaciones ni aclaraciones al lector. Como en
un lienzo, las pinceladas van cayendo aquí y allá, a veces de un modo que se diría
anárquico, pero que van conformando un paisaje cada vez más nítido, hasta su
concreción final, cuando el rotundo cuadro ante nuestros ojos no deja lugar a
la duda, o no a más dudas de las que desea el autor.
A menudo, un
relato se explicita con maneras casi panfletarias, tratando de guiar al lector,
presentarle una óptica indubitable, aclararle todo concepto. Rescatemos
entonces a Durrell en este Justine,
primer fresco del Cuarteto de Alejandría, para reencontrarnos con la maestría
de retratar sin definir. Los personajes van descendiendo sobre sus páginas casi con
apatía, con referencias cruzadas de unos sobre otros, evocaciones, comentarios,
cartas y diarios, recuerdos no siempre nítidos. En primera persona, el
protagonista va desgranando sus sentimientos y sensaciones, sus pasiones y
desvelos de ayer y de hoy, en los que van desfilando sus amantes Justine y
Melissa, el gargantuesco Capodistria, el amargo Nessin, Pombal navegante de
todas las aguas, Clea oscura, Balthazar a un tiempo simple y enigmático… Ni siquiera
hay un hilo conductor, sino que este se va fraguando a través de un relato en
el que asombra el calado psicológico, la humanidad profunda de virtudes y
miserias, las contradicciones y desesperanzas de cada personaje. Asombran
también el vigor de los paisajes, las callejas, el aire, el mar… Con la
contundencia que otorga la falta de adornos, emerge al final, nítidamente, el
espíritu de la Alejandría
de entre guerras. Una obra impagable.
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