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Justine - Lawrence Durrell. La maestría de retratar sin definir.


Zambullirse en los viejos maestros, es un eterno recordatorio de buen hacer literario, de cómo se plasma una realidad sin dar explicaciones ni aclaraciones al lector. Como en un lienzo, las pinceladas van cayendo aquí y allá, a veces de un modo que se diría anárquico, pero que van conformando un paisaje cada vez más nítido, hasta su concreción final, cuando el rotundo cuadro ante nuestros ojos no deja lugar a la duda, o no a más dudas de las que desea el autor.

A menudo, un relato se explicita con maneras casi panfletarias, tratando de guiar al lector, presentarle una óptica indubitable, aclararle todo concepto. Rescatemos entonces a Durrell en este Justine, primer fresco del Cuarteto de Alejandría, para reencontrarnos con la maestría de retratar sin definir. Los personajes van descendiendo sobre sus páginas casi con apatía, con referencias cruzadas de unos sobre otros, evocaciones, comentarios, cartas y diarios, recuerdos no siempre nítidos. En primera persona, el protagonista va desgranando sus sentimientos y sensaciones, sus pasiones y desvelos de ayer y de hoy, en los que van desfilando sus amantes Justine y Melissa, el gargantuesco Capodistria, el amargo Nessin, Pombal navegante de todas las aguas, Clea oscura, Balthazar a un tiempo simple y enigmático… Ni siquiera hay un hilo conductor, sino que este se va fraguando a través de un relato en el que asombra el calado psicológico, la humanidad profunda de virtudes y miserias, las contradicciones y desesperanzas de cada personaje. Asombran también el vigor de los paisajes, las callejas, el aire, el mar… Con la contundencia que otorga la falta de adornos, emerge al final, nítidamente, el espíritu de la Alejandría de entre guerras. Una obra impagable.

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