Ir al contenido principal

Diario de un hombre humillado. Félix de Azúa.


Supongo que está en mí esta predilección por los autores oscuros, de tintes tenebrosos, pegajosamente mortecinos, necrófilamente pesimistas. Así, la locura inverosímil de las monjitas de Donoso, el esperpéntico  León de Natuba trotando sobre la aridez del Sertao, que imaginara Vargas Llosa, los amarillos jadeantes y resecos del universo estéril de Aldecoa, el pozo negro y primitivo del silencioso tiempo de Martín Santos, la distante y gélida ironía de Federico Sánchez, los fantasmas de Alejandra destrozando la frágil inocencia de Martín, en las sombras chinescas incendiadas por Sábato.

Acabo de terminar uno de esos libros que compré un día, no recuerdo cómo, no recuerdo cuándo, y que deposité en un estante, entre otros autores nacionales o tal vez crucé al tresbolillo sobre otro montón de libros aún por leer, y allí quedó olvidado, hasta ese día en que cierras un libro y te levantas a por el siguiente, y rebuscas entre los que no han sido abiertos, sopesando cuál puede apetecerte y por qué, en función del momento, las circunstancias, el regusto dejado en nuestra garganta por el que acabamos de cerrar.

Así me topé con este de Félix de Azúa, otro de mis siniestros, de mis oscuros empapados de ese humor negro martinmoralino, chumichumesco, enfáticamente fatalistas en su pérdida de toda esperanzas: Diario de un hombre humillado. Todavía está aquí -me dije-, y sin leer; un libro que debe tener un cuarto de siglo. Estamos al día.

He de decir que me atrapó sin remedio. La turbiedad inunda línea a línea todo el relato, en un viaje consciente y sin retorno hacia la autoconsunción, la disolución en la nada circundante, el vaciamiento en las venas de una Barcelona negra y gris, que eran los colores de la ciudad antes de que llegaran los colores olímpicos; grises y negros que siguen siendo los colores de esa ciudad (¿de todas?) cuando se retiran los oropeles, se mira detrás de las fachadas modernistas, se va más allá del cuidado espacio que separa Glorias de Plaza España, o se pasea por el Rabal/Beirut, Beirut/Poble Sec, Nou Barris/Beirut, Beirut/La Mina, o cualesquiera otro entorchado de la integración social de esa ciudad.

En Diario de un hombre humillado, asistimos de la mano de una expresividad inusitada en las letras españolas, pero desprovista del mínimo adorno, al reto de "no ser" para ser algo, alguien que se parezca a nosotros mismos, y hacerlo chapoteando en la bazofia, anegándose en el peor alcohol, durmiendo con una rata muerta bajo la almohada, lidiando contra los brotes chulescos de la parte de uno que se niega a ser disuelta, en aras de la férrea voluntad de no tener voluntad. Hay una frase magistral: La voluptuosidad de la destrucción posee una fuerza muy superior a la voluptuosidad del crecimiento.

Azúa tizna un universo negro, página a página, que a veces nos hace sonreír de horror, con una sonrisa aceitosa y petrolera que se escapa por las junturas de un cuadro tan escabroso, tan sin asideros, con el protagonista arrojándose una y otra vez en los brazos del Chino, mecánicamente, suicidamente. El Chino es un personaje con reminiscencias de esos otros seres fantasmales que Sábato hiciera deambular por las calles  de Buenos Aires; canallas con un hálito mágico, cabalístico, que aparecen y desaparecen en función de designios inescrutables, pero que están milimétricamente trazados, en jugadas larguísimas que abarcaran vidas enteras, pero siempre en los alcantarillados, en el submundo más reptil. Las dos urbes con las sucias aguas portuarias al costado del mismo centro urbano, con los edificios emblemáticos proyectándose sobre las dársenas. La Aduana, Correos, aquí con su minarete, que allí se traslada a la Legislatura Provincial.

La novela se decanta en su final por lo tragicómico, de la mano de Marta y el Animal, la bella y la bestia consumiendo las entrañas físicas y espirituales del protagonista. Lo que está mandado, eso es el pecado. Si mis actos no son libres, son pecaminosos, infección, asco, es otra frase contundente, al final del libro, cuando sumergido en esa consunción, renace una llama, como para dejarnos un sabor menos agrio en la boca.

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Casa, de Mújica Laínez; un relato diferente.

  Manuel Mujica Laínez es uno de esos grandes autores argentinos que nunca ha tenido el predicamento de Borges, Sábato o Cortázar, pero cuya deslumbrante y cuidada prosa en nada desmerece de la de los más consagrados. Más conocido por obras como Bomarzo o El Escarabajo , es La Casa, una obra de 1954, considerada menor entre las del autor, pero que a mí me resulta entrañable y singular por su estructura y temática. Escrita con el esmerado estilo del que siempre hizo gala el escritor argentino, La Casa narra la historia de un caserón palaciego en la Buenos Aires finisecular; una mansión sita sobre la misma calle Florida - la peatonal más característica y exuberante del microcentro porteño - , propiedad de una familia patricia cuya cabeza es un senador terrateniente. La novela está narrada en primera persona por la misma edificación que da nombre al relato, y que recuerda sus glorias y affaires familiares del último tercio del siglo XIX y primero del XX, mientras es paulatina...

Madre Patria, de Marcelo Gullo. 2021. Otra necesaria reivindicación española

  Resulta gratificante esta entrega del autor argentino, en línea con la senda trazada por Roca Barea en su obra Imperiofobia (2016), ya abordada en este blog. Una senda de esclarecimiento y reconciliación con nuestra historia. Y sin caer en las ensoñaciones que esgrime el autor a poco de iniciada la obra, señalando la Justicia y la Cristiandad como motores de nuestra epopeya americana, subvertidos después por el afán de riqueza y poder traído por los anglosajones (debería leer a Quevedo el bueno de Gullo), suscribo plenamente su pregunta retórica también tomada de las primeras páginas: “¿Qué pasaría si a un pueblo se le tergiversa o se le falsifica su pasado? ¿Qué le sucedería a un pueblo si sus niños y jóvenes estudian una historia, la de su propio pueblo, intencionalmente falsificada? La respuesta es simple: Ese pueblo perdería su ser , su ser nacional . Aquello que lo hace ser lo que es quedaría vacío de contenido, como un cuerpo sin alma. Eso es exactamente lo que le sucede a...

Tiempo de Silencio, de Martín Santos. Retrato de otra España.

  Martín Santos marcó con su Tiempo de Silencio un antes y después en la novela española de posguerra, tanto por las formas narrativas, como por el fondo que exponía crudamente una realidad, la del Madrid de finales de los cuarenta, con trazos duros y sombríos, pero también cómicos y mordaces, grotescos, oscuros, diría que incluso góticos. Y lo hizo a través de una narración simple, indirecta, de pasada; con esa sencillez con que la genialidad literaria retrata su tiempo desde un relato aparentemente trivial. Pedro, un joven médico empeñado en la trascendencia a través de la investigación, trabaja con su asistente Amador en los menguantes ratones de laboratorio de que dispone, persiguiendo un descubrimiento en la lucha contra un tipo de cáncer. Tales ratones (genuinos y escasos ejemplares traídos de la misma Illinois) no se reproducen en su laboratorio como lo hicieran en su lugar de origen; con toda probabilidad en una cautividad mucho más proclive a ello. Como consecuencia, su...