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El Pintor de Batallas - Arturo Pérez-Reverte. Una instrospección.


Nunca había leído a Pérez-Reverte. Tenía y tengo de él un inmejorable concepto como persona singular y lúcida, independiente y crítica, en sus entrevistas, sus columnas de opinión y todo lo que se deriva de su quehacer mediático. Pero como escritor nunca me atrajo; le tenía encasillado en sus novelas de capa y espada llevadas al cine, como un autor de evasión y aventuras puesto al día según los gustos actuales; así que jamás abordé un libro suyo. Sucedió lo que sucede tantas veces: alguien te cuenta, alguien que no recuerdas te ha dicho que estás muy equivocado... y cuando en casa de un amigo me encontré con este libro, me dije que esta era la ocasión. Y sí, he de admitir que una vez más, prejuzgar suele conducir a perderse algo de la vida: Pérez-Reverte escribe muy bien, eso era casi previsible, pero además cuenta cosas y las cuenta con un verbo exacto, sobrio y sin embargo expresivo.
El Pintor de Batallas desgrana los recuerdos de un hombre -Faulques- que pinta en un muro circular (y por tanto sin principio ni fin) un inacabable cuadro de violencias y horror, vomitando en él todos sus recuerdos como fotógrafo bélico; la síntesis de una vida en primera fila de butaca frente al abismo de la guerra.
Recibe la inopinada visita de Markovic, un croata que dice venir a matarle. ¿El motivo? Una foto, una fotografía de diez años atrás en la que el exsoldado de la guerra yugoslava fue protagonista, ocupando con su rostro portadas de revistas y periódicos. Tal efímera notoriedad para él (no así para Faulques, el fotógrafo) le supuso un estigma, un halo diabólico que le costó reclusión, torturas y la muerte de su familia. Acabada la guerra, toda su existencia a girado en torno a la búsqueda y el estudio minucioso no solo de Faulques, sino también de su obra, fotografía a fotografía, para así entenderle, situarle, juzgarle y condenarle.
Toda la narración es un magistral contraluz dialéctico entre estos dos hombres que, unidos por su experiencia de la bestialidad humana, se analizan e insinúan a lo largo de las sucesivas visitas que el pintor recibe de Markovic, siempre bajo la sombra del propósito de este: matarle sin prisa, en su momento, cuando ambos se hayan comprendido y disipado toda sombra, cuando no tengan nada más que decirse.
A través de estos diálogos y mientras el uno pinta y el otro fuma, descubrimos todos los matices de las dos historias, todas las contradicciones y los sentimientos e intenciones que les habitaran un día, además del amor que ambos han perdido en esa guerra, porque el pintor de batallas también ha visto morir a su compañera y amante Olvido en una cuneta yugoslava.
Se adorna un poco el autor (o se ha sometido a una intensa documentación, o efectivamente es un entendido amante de la pintura) con la profusión de apelaciones a distintos lienzos y especial recurrencia a Uccello y Goya, entre muchos otros, lo mismo que con sus exposiciones de cámara y sus diafragmas, pero no es menos cierto que ello le añade un punto de color y rigor al plato.
Es de suponer que haya muchos elementos autobiográficos en la obra, dada la previa actividad de Reverte justamente como reportero de guerra. En cualquier caso, el diálogo entre los dos protagonistas supone una profunda instrospección sobre los motivos, las actitudes y el desempeño de un reportero en un conflicto armado, además de los causa-efecto de tal intromisión en engranajes monstruosos, en los que la ley y la humanidad (lo que sea que signifique la palabra en una guerra) han sido desbordados.
No me gustó el final (que no contaré para no estropear lecturas futuras), porque se me hacían mejores otras posibilidades; pero ello es solo cuestión de gustos y no le hace a la obra, que es excelente y de enorme calado psicológico.
Grande Reverte. Habrá que seguir leyendo a este hombre polifacético. Les aseguro que merece la pena.

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