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Juntacadáveres. Volviendo a Onetti.



Se me achaca querencia por los escritores latinoamericanos. Es una acusación cierta, no puedo evitarlo; aún más, soy de la opinión de que manejan el idioma mejor que nosotros.

No vamos a descubrir a Onetti, claro, pero uno nunca deja de sorprenderse con el alcance de su prosa, especialmente en lo que toca a la profundidad del tratamiento psicológico de sus personajes, el modo en que describe cada uno de sus pensamientos, aprensiones, temores y deducciones, milímetro a milímetro, sin una palabra de más ni de menos.

Juntacadáveres es un capítulo más en el universo literario de Onetti, de su Santa María, de La Colonia de los suizos, de sus personajes transitando sucesivas novelas: el médico Díaz Grey, Barthé el boticario, el padre Bergner, el propio Larsen, más conocido por su apelativo de Juntacadáveres o simplemente Junta; empeñado en este relato que de alguna manera continúa El Astillero (otra obra cumbre del autor), en alcanzar su viejo sueño de montar un prostíbulo en Santa María, en lo que será ya la casita azul de la costa, atendida por gastadas prostitutas, Nelly, María Bonita… ; cadáveres viejos que le han valido a Larsen su apelativo.

El proyecto de burdel, presentado a instancias (como todos los años) del boticario Barthé, pero esta vez aprobado por el pleno municipal como fruto de los distintos intereses y maniobras de sus componentes, desata un conflicto local en el que el moralismo y la hipocresía, los miedos y las convenciones juegan sus cartas a través de los distintos protagonistas: desde el padre Bergner, hasta su sobrino Marcos; un libertino guarnicionado de dudosas amantes, que ha regentado un falansterio en el que la teoría política terminó en orgías sexuales; sin olvidarnos del poeta Jorge (de alguna manera el propio Onetti) con su confusa y patológica relación con Julita, viuda de su hermano y enloquecida mujer que termina ahorcándose, o de la Liga de los Caballeros, asépticos ciudadanos ejemplares, o las chicas de la Acción Cooperadora, especie de Ejército de Salvación, con su devastador y frenético envío de anónimos con admonizaciones, relación de pecados y pecadores, conductas adecuadas y perseguibles, en un ejercicio de fiscalización moral de la sociedad muy parangonable con otros de hoy día.

Todas estas presiones surten, claro, el efecto inapelable del cierre gubernativo, para que Juntacadáveres se vuelva con sus putas viejas y gastadas, rechazadas y despreciadas, en el mismo tren en el que ha venido, después de cien días de lucha.

Una vez más (como tantas otras), la sencillez argumental viene a demostrar que no es necesario el rosario de personajes ni la complejidad inverosímil de las tramas al uso de unos años a esta parte, para que la Literatura se abra paso a través de un relato, una forma de exponer lo cotidiano, un uso ecuánime de las palabras. Cuando se logra eso, todo lo demás es innecesario. Tal vez incluso frívolo.

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