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El Alma se Apaga, de Lajos Zilahy. Acercándonos a un autor olvidado.




A algunas novelas les pesa el tiempo. Supongo que es lo que diferencia una obra maestra de una que no lo es. Incluso una obra maestra que por la fecha en que fue escrita, conlleve un desfase de estilo, de expresividad, de referentes sociales, puede llegar a resultarnos desfasada, tediosa, pero antes o después el mismo relato levanta el vuelo sobre la forma para atrapar al lector. Algo así sucede con Rojo y Negro, de Stendhal, por ejemplo, pero no es el caso aquí. El alma se apaga no es una obra maestra y probablemente ni siquiera es una gran novela en el sentido clásico del término; pero el mundo está lleno de relatos que sin ser extraordinarios, resultan rotundos y terminan por tocar la fibra del lector.

Zilahy, prolífico autor húngaro de narrativa y teatro en la primera mitad del pasado siglo, nos plantea en esta obra una historia de emigración encarnada en un joven, Janos Pekri, que se ve forzado a abandonar su hogar y familia en Hungría, para emigrar a los Estados Unidos de entreguerras, después de que la prematura muerte de su padre dejara a la familia en una delicada situación.

El libro plantea el desarraigo del protagonista, el bruco cambio que supone para él la vida en Nueva York, no solo por la desmesura de la megápolis, sino por su deshumanización; que trastocándole su clásica escala de valores, le propondrá los de la ambición, la prisa, el interés, la relativización del otro. Y tendrá que enfrentar esto desde la soledad, las amistades nuevas que terminan no siéndolo (Pulai, Mike), los días azarosos, los trabajos no menos azarosos aún, que van desde las ocupaciones ocasionales de camarero, hasta el relativamente estable desempeño como ascensorista, siempre con jornales ajustados, siempre malviviendo medio de prestado, en una hégira que recuerda algo Midnight Cowboy. Sin olvidar su moralidad majiar que naufraga en la selva neoyorkina; como sucede cuando conoce a Jennifer, una adolescente de la que se enamora y la pierde, lo uno y lo otro de modo harto infantil, o cuando le repugna el amor de circunstancias con la Sra. Stolz, dueña del restaurante húngaro donde se ha empleado para no morir de hambre.

 En los momentos más bajos, las andanadas de la nostalgia le alcanzan de lleno, a lo que tampoco ayuda el intercambio epistolar con la madre, que le ruega el regreso. Pero tal regreso que resulta inaplazable cuando se arrastra, va quedando pospuesto cada vez que una casualidad pone en su camino un nuevo recorrido, un empleo decente, como sucede cuando en un giro del destino, se convierte en secretario personal de Hullinger, hombre del mundo cinematográfico, con el que se irá a California. Y con estas posposiciones siente que su alma magiar va disolviéndose o al menos mezclándose con ese estilo americano de vivir que tanto le horrorizó al principio. Él mismo desea el triunfo, no puede volver con las manos vacías, debe aprovechar las nuevas oportunidades.

En California reencuentra por una casualidad inverosímil a su amor perdido, Jennifer Doak, convertida en mujer. Resurge el amor entre ellos, pero les sobrevuela la adversidad, porque ella planea casarse con un ricachón, el señor Lang, y él es pobre. Hacen planes para vivir en común, solucionar su pobreza, evitar a Lang, no sin que antes Jennifer le confirme que sigue siendo virgen; pero tales planes no se concretan. Para colmo, Janos se sabe a punto de perder su empleo de secretario en Hollywood, y Jennifer debe viajar con sus padres, que están pasando penurias económicas que solo el matrimonio con Lang podría solucionar. Janos Pekri recupera aquí su vieja moral europea, renuncia a ella, le dice que se case con Lang y él volverá a Hungría con su madre.

Todo este affaire resulta un poco victoriano incluso para los años veinte, y no digamos para los treinta, cuando se escribe la novela. Por un momento planea sobre la obra cierto aire de folletín rosa, que ya había hecho su aparición cuando en sus primeros escarceos, Jennifer y Janos intercambiaban a escondidas besos y cartas. Todo parece que va a acabar en una experiencia de cinco años en américa, cuando en el barco de regreso, Janos Pekri ve perderse en la multitud del dique a Jennifer, con la que acaba de protagonizar una despedida lacrimógena e hiperromántica. Uno se dice, vaya, a ver cómo se las arregla el autor para juntarlos, porque a tenor del relato, no parece que la cosa pueda acabar así.

Y no acaba. En  un nuevo giro ya verdaderamente excesivo a mi juicio, Janos se arroja al mar a la vista de todos y nada hasta la costa, donde es rescatado. Despierta en el hospital al lado de su amada. La historia sale en los periódicos de la mañana y entonces, Sam Harris, un antiguo contacto, les ofrece un empleo, una nueva vida en común en Honolulu, donde Sam tiene proyectos. La pareja se casa, viajan a Honolulu, tienen un pequeño (Andrews), viven felices, comen perdices, y hasta visitan a la familia de Janos en Hungría. En fin.

No, no puedo decir que sea una gran novela. No es solo cierto estilo desfasado, cierta circunstancia moral a veces a calzador, ciertos giros sorprendentes o el desenlace irreal… Todo ello quizás, es lo que hace que esta novela de Zilahy ni me entusiasme, ni me parezca memorable

Pero lo cierto es que me gustó. Quizás es que uno está cansado de relatos sórdidos como los que uno mismo escribe, de historias que acaban mal o de cualquier manera, de realismos descarnados que excluyen cualquier edulcoración. O quizás es que las novelas rosa no están de moda y empiezan a echarse en falta. O aún peor, es solo que me estoy haciendo viejo.

Pero me gustó. Y me alegré de que Janos y Jennifer terminaran felizmente juntos.

Qué le vamos a hacer.


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