Ir al contenido principal

Imperiofilia, de José Luis Villacañas: Una obsesión antiespañola.


Imperiofilia es un libro necesario. Villacañas ha creído prudente avisarnos de los excesos del éxito editorial de Elvira Roca Barea, Imperiofobia, y ha escrito este volumen rigurosamente ex profeso.


Ciertamente, Imperiofobia precisa puntualizaciones y en cualquier caso, se hace evidente que el libro se centra en el Imperio español y su leyenda negra desde una comparativa con los excesos y defectos de otras potencias coetáneas o no, para cuestionar que seamos nosotros los malos, por así decirlo. Se precisaba una réplica ajustada. Temo que no haya sido el caso, y Villacañas haya venido a caer en una diatriba aún más discutible que el libro de Barea.

En la contra de Imperiofilia ya se avisa del contenido: “el éxito de Imperiofobia es revelador de las escasas exigencias culturales de ciertas élites del país”; en la obra de Barea “se esconde un ejercicio de blanqueamiento y manipulación ideológica…”

En el prólogo más de los mismo: “artefacto ideológico que inicia el paso a la ofensiva de un pensamiento reaccionario”, “…la ofensiva reaccionaria que va a disputar la hegemonía cultural española”, “solo hoy conocemos el conjunto de fuerzas que se han puesto de pie para alterar los fundamentos morales y políticos de nuestro mundo”, “pretende situar en un plano de hostilidad esencial contra España a todas las naciones europeas” y así seguido. Poco más adelante “…no podemos considerar un azar que este libro alabe los Estados Unidos, gobernados por Trump, a Rusia, gobernada por Putin, y a la España imperial reivindicada por J. María Aznar y ahora por Pablo Casado”. Muy histórico, como se ve. Otro anacronismo: “Mi ensayo asume que a España le ha ido bien desde que se incorporó a Europa hace 40 años. Por eso aspiro a no indisponernos con el proyecto de vida en común con nuestros vecinos del norte, a los que Barea desprecia… el suyo es un libro enojosamente antieuropeo… prorruso y antieuropeo, esa es la verdad…” (pag. 32). No debemos pues criticar a nuestros vecinos en un ensayo de historia. Asombroso.

 

En el capítulo Mysterium mysteriorum intenta hacer sangre sobre lo que a su juicio es la separación que hace Barea entre pueblos inferiores y superiores, cuando la realidad es que Barea se refiere en todo momento a los pueblos imperiales como dominantes, de un lado, y a los pueblos sometidos por ese imperio como dominados, del otro. Y detalla cómo la crítica y la propaganda feroz, fundada o no, por parte de los sometidos, es a menudo interiorizada por los que someten, teniendo en ello su parte la labor crítica que en todo sistema de poder (en este caso el imperio) tienen los intelectuales. Esto le basta a Villacañas para ironizar con los “pérfidos intelectuales” como “una manifestación constante de los inferiores” (página 39) –Barea no dice nada parecido–, y concluir reprochándole a la autora la característica que él previamente le ha inferido: “…es un poco racista el planteamiento de Barea de dividir los pueblos en poderosos y débiles…”, y más adelante “…si los débiles aceptaran que son débiles, no habría racismo. Esto habría hecho feliz al protestante Hitler: Si los judíos se suicidaran directamente por su inferioridad, no habría necesidad de solución final…”. Este es el trazo grueso de Villacañas.

Seguidamente saca a relucir la mala conciencia nietzscheana (Nietzsche es una constante recurrente en el libro) y dictamina que para Barea el imperio siempre hace lo correcto y que su libro es una “gigantomaquia histórica entre el imperio español y Gran Bretaña” que destila odio al protestantismo y a Inglaterra: “Roca nos retrotrae a los peores años de la propaganda franquista”, añade. Siguiendo con los anacronismos traídos por los pelos, nos expone que para Barea “…ningún buen español debería tener conciencia de culpa por luchar sin escrúpulos contra los británicos y demás ralea protestante… por mucho que sean ya socios y amigos de la Unión Europea” (pag. 49) –tampoco vamos a hacer sangre sobre su reciente salida– y remacha: “… los heterodoxos españoles, los humanistas, ilustrados, liberales, deben limpiarse de su conciencia de culpa de ser españoles”. Y ya en la página 51: “…no es la conciencia de culpa la que nos hace querer entender a nuestros socios y amigos europeos, sino sencillamente la idea de construir un futuro de paz”. Un historiador diciéndonos que esgrimir un razonamiento crítico sobre un momento histórico, social o bélico, de un país europeo contra otro en el pasado, es estar contra un futuro europeo en paz. Salvo que se esgrima contra España, al parecer.

 

Ya metido en harina, continua en el siguiente capítulo, Las Víctimas Imperiales, con sus recurrentes apreciaciones sobre la intención de Barea: “…el climax (de su obra) se concentra en la defensa del catolicismo español contra el cargo de la Inquisicion, y la defensa del imperio contra el cargo de genocidio en América” (pag. 58), dando torticeramente por hecho que primero, comparar los datos de la Inquisición española con los de otras inquisiciones europeas, es defenderla. Y segundo, que España causó un genocidio en América, lo que equivale a buscar intencionalidad en las muertes de indígenas a causa de las enfermedades europeas. De paso, deja caer sobre la Escuela de Salamanca, que es “ese mito generado por la intelectualidad franquista de posguerra”. Nada español se libra de su pluma.

 

El capítulo que sigue, Victimarios, empieza por la Italia española. Ya en la primera página entra a cuestionar si tales territorios (Nápoles, el Milanesado…) forman parte del imperio español, dado que no integran el Sacro Imperio Romano Germánico, lo que le sirve para deslizar que Barea pretende silenciar a la Corona de Aragón por su construcción federalizante y su glorioso pasado en una Italia entonces sin prejuicios antiespañoles. Luego minimiza la influencia de la presencia española en su Renacimiento, remarcando que ya era una realidad completa cuando llegamos (el Cinquecento no parece existir para Villacañas). Hace chanza también de que Barea hable del miedo al turco en la toma de Otranto (1480) y “lo proyecte hasta un siglo después, al Milán de 1583, ya sin ese miedo” (pag. 84). Para Villacañas no hay peligro en la Italia del XVI, y las tropas españolas estaban allí de vacaciones, al parecer. Olvida las expediciones españolas a Túnez en 1510 y 1520, y las posteriores de Andrea Doria, ya al servicio de Carlos I, todas ellas para controlar a turcos y berberiscos precisamente. Por olvidar, olvida hasta Lepanto en 1571. En fin; todo por desligar cualquier influencia española en el Renacimiento italiano; aparte las negativas, por supuesto.

 

Llegamos aquí al capítulo dedicado a Alemania, sin duda para mí lo mejor de la obra. Villacañas mete aquí un bisturí cirujano para poner en su sitio las disquisiciones de Barea sobre las motivaciones de Carlos V, muy otras de las de poner orden en una guerra civil, tal como la autora esgrime en líneas generales. Salen a relucir las Constituciones alemanas pisoteadas por el emperador, la elección de cargos extranjeros, el uso prohibido de tropas foráneas; esto es, tercios españoles... Matiza con solvencia la represión de unos y otros; tropas imperiales o protestantes, los bienes de la Iglesia como leitmotiv cuestionable, el destino de estos últimos a posteriori. Pone luego en su sitio las apelaciones de Barea al terror protestante (en lo tocante a Calvino, especialmente), y en definitiva le da a la autora lo que viene siendo un repaso. Se afianza aquí el Imperiofilia que yo esperaba, hasta entonces desmadejado en fobias personales e invectivas dudosas. Con todo, lo expuesto no desmantela lo apuntado por Barea en cuanto a la acuñación cuidada de iconos de nuestra leyenda negra en esas tierras, en esa época. Solo la justifica en lo que ello es posible sin caer en el anacronismo. Hay algún retazo del Villacañas obsesivo hacia el final, cuando se empeña de nuevo en fijar la intención de Barea en equiparar leyenda negra y protestantismo; no parece ser así y basten para ello las quejas de la autora sobre la Italia y la Francia de entonces, ambas católicas.

 

Despacha el autor a continuación un capítulo dedicado a Inglaterra, y desde la primera línea resulta evidente una vuelta a la inquina. En la primera página pone en boca de Barea que llamar imperio a Gran Bretaña es llamar imperio “a cualquier cosa que así se llame”. No cita página, porque no puede. La frase está entresacada de un contexto mucho más amplio varios capítulos antes. También “por supuesto, las provincias norteamericanas no son para la autora parte del imperio inglés” (no sé de dónde saca esto), y también que para Barea “solo un imperio católico es un imperio de verdad” y otras lindezas de corte grueso acordes con la compulsión ideológica del autor. Llega a quejarse de que Barea no ofrezca una explicación a cómo fue posible que “un país pobre de solemnidad (Inglaterra) generó la élite más numerosa, preparada, arrojada y firme para civilizar tierras tan increíblemente extensas como la India, Oceanía y buena parte de África” (pag. 107). La misma frase aplicada a España sobre Hispanoamérica habría sacado sarpullidos en el rostro de este hombre. Además, está civilizadísima la India. Y África no digamos. A continuación reprocha a Barea que no tome nota de por qué los modos imperiales británicos se distanciaron de los españoles (debe referirse a que mataron más y pusieron un cuidadoso horror vacui a mezclarse), para concluir que “eso no le interesa. Solo le interesa –gran descubrimiento– que Inglaterra fue antiespañola desde que fue anticatólica”. Caramba, es que es de eso de lo que va el libro de Barea: De leyenda negra al calor de la beligerancia antiespañola, de sus causas a menudo discutibles, de su pervivencia con el imperio ya desaparecido, y de su influencia incluso hasta hoy. Y continúa: “vemos a Roca Barea sufrir con la gota de los reyes, con la fatiga de los tercios, con la rabia y la furia de los mercenarios; se enoja como un inquisidor con la traducción de la Brevísima, con las conspiraciones de los flamencos…” (pag. 109); y más adelante: “entra en fase melancólica porque los españoles no son comprendidos… ¿qué furor histórico es este? Barea se excita con todo… y como al penitenciario en Semana Santa, le duelen los latigazos sobre la espalda desnuda…”. Ni sé qué comentario hacer sobre esto, fuera del literario: Escribe bien Villacañas.

Un poco más adelante, justifica la propaganda que según él mismo desbordaba la sociedad inglesa, por el entusiasmo de que iban ganando y nosotros perdiendo (¿!), y remata que “la propaganda no es la causa de la derrota, sino el efecto” (pag. 110). Qué bárbaro. Y gobiernos y empresas tirando el dinero; vaya mundo. Seguido, reprocha a Roca Barea que solo le importe saber quién mato más cuando dice que la reina Isabel provocó ella sola más muertes que la Inquisición en toda su historia, y alude a su “vocación sepulturera” (pag. 111), y en la siguiente, “quiere contar todos los cráneos rotos de los demás, inventariar sus osarios, reunir las cenizas…”. Inútil esperar que Villacañas entienda que Imperiofobia va de eso precisamente; de cómo es posible que la Inquisición española lleve la fama de sanguinaria por el mundo y no los tribunales eclesiásticos protestantes, la reina Isabel y su Iglesia Anglicana.

Por último, subraya la imparcialidad sin mácula de los historiadores británicos para con ellos mismos y nosotros (debe de hablar de Paul Preston), y no para perjudicarnos, sino “porque nosotros no sabemos hacer nada comparable en objetividad, serenidad y discreción de juicio” (pag. 114); esto último sin duda, escrito frente al espejo. Y se despide reprochando a Barea un victimismo “que se convierte en una queja archinacionalista al recontar todo lo que han dicho de nosotros los forjadores de la leyenda negra…” –al escribir el libro, entonces, añado yo–; “…y ¿Con qué finalidad hace ese inmenso recuento de quejas? No sé si para fabricar enemigos, pero desde luego sí para obtener provecho: vender muchos libros dando carnaza”. (pag. 115). Aquí, ciertamente, uno se ve asaltado por un estupor ya pegajoso.

 

La siguiente china del zapato es Holanda. Quién sabe qué logra que Imperiofilia recobre pulso en este capítulo en el que le da otro repaso a doña Elvira, exponiéndonos los atropellos de Felipe II al concepto federal de gobierno con que venían manejándose los holandeses. Puntos sobre las íes en los asesinatos (que no ajusticiamientos) de Egmont y Horn, y jugosos detalles personales del oscuro emperador. Deja razonablemente claro que dimos sobrados motivos para sus invectivas, aunque como en el caso alemán, ello no elimina la acuñación de leyendas, prototipos y demás sobre nuestro país, amén de su longevidad. Al final de este apunte, se enreda el autor con una paralelismo singular (y traído por los pelos) entre el modo de exponer de Barea y el de los nacionalistas catalanes (¿!), y añade: “…cabe la posibilidad de que ella (Barea) quiera mandar los tercios a Bruselas a extraditar a Puigdemont, o seguir celebrando autos de fe”. Lástima; con lo bien que iba.

 

Con este tenor, se adentra Villacañas en el siguiente capítulo, dedicado a la Inquisición; lo que no hace presagiar nada bueno y así es, en efecto, porque empieza sembrando dudas sobre los archivos de la Inquisición, esgrimiendo para ello la general falta de transparencia de la Iglesia. Ironiza sobre la tortura reglada del Santo Oficio y lo hace, cómo no, de modo anacrónico, recurriendo a Guantánamo. Pasa de puntillas de nuevo sobre lo que importa aquí: Si fue el Santo Oficio peor, igual o mejor que otros tribunales eclesiásticos de la época en el resto de Europa. Y añade: “La leyenda negra es estéril no porque invoque hechos más o menos verídicos, sino porque no ofrece una interpretación a lo que ha significado en nuestra historia”, (pag. 143). En fin.

Continúa Villacañas unas líneas después, “lo más terrible de su obra (de la Inquisición) no fue la cantidad de muertos, sino la herencia que dejó entre los vivos… y no enzarzarse, como hace Roca Barea, en los tópicos habituales de quién mató más” (pags. 147-148). Es razonable. Si Barea da cifras de trece brujas quemadas por la Inquisición española, y veinticinco mil para su par alemana, es muy razonable que un muchacho Villacañas no quiera contabilizar, sino hablar tan solo de los efectos sociales. De las trece, por supuesto.

 

Despachado el asunto inquisitorial, la emprende ahora Villacañas con su otro nudo gordiano: Hispanoamérica. Hay que decir que empieza bien, ponderado y certero, sin asomo de espumarajos obsesivos. Pone el punto de diferencia entre un imperio extractivo (el nuestro) y otro productivo (el inglés en Nueva Inglaterra), aunque parece olvidar que el imperio británico no era solo Nueva Inglaterra. Da luego un leve repaso a la Barea acerca de las condiciones de vida indígenas en las Encomiendas. Bien la puntualización sobre los Hidalgos y soldados que replicaron una sociedad de privilegios, en lugar de los colonos y sus familias en el Nuevo Mundo anglosajón. Pero a continuación pretende rebajar el arrojo y capacidad militar de nuestro ejército, por la peregrina razón de que estaba bien entrenado (guerras en Granada y Orán) y así cualquiera, viene a decir. A partir de aquí, el relato torna a despeñarse por los lugares de costumbre, vuelve a hacer hincapié en que los españoles se mezclaron porque iban solos, no como los colonos ingleses. Más adelante afirma que los españoles pensaban en los indios para la producción, mientras que los anglosajones eran autónomos y libres y “…ocupaban la tierra para trabajar en ella, y por tanto allí no podían mantenerse los indígenas, que eran desplazados a veces mediante compra o pacto” (pag. 184). Qué puedo decir. Enterrad mi corazón en Wounded Knee. Tales extremos de doblez, de triple vara de medir, producen sonrojo. Y ni que decir que no aplica ese baremo de la producción y la extracción, los colonos y el mestizaje, en la India, ni en Birmania, ni en la Guayana británica, ni en el Sudán, Nigeria, Kenia, Tanganika, Costa de Oro, Sierra Leona, Irak, Kuwait, Omán… No vaya a ser que se desvirtúe la virtud anglosajona y nuestra maldad. Termina diciendo que “podemos reconocer las luces y las sombras del imperio español, sin darnos golpes de pecho hipócritas…” Vaya. Para cuándo las luces.

 

La Ilustración también le merece capítulo aparte a Villacañas. Nada más empezar, “la actitud de Roca Barea respecto del pasado la cree válida para el presente” (pag. 195). La proyección es de manual de primero de psicología, porque hay que decir de Villacañas que su actitud respecto del presente, la cree válida para el pasado. Es otra manera de verlo. De este modo, anuncia el problema que para Barea supone nuestra leyenda negra en Francia, debido a su catolicismo; cuando lo cierto es que las únicas escisiones entre imperiófobos católicos y protestantes las ha hecho él mismo. Puntualiza luego muy bien a Barea sobre la disolución de los jesuitas. Tan bien, que se demora con ello páginas y páginas; algo que tampoco le hace al tema que nos ocupa. Más luego, se enzarza en otra disputa no menos estéril, sobre qué imperio ejerció más la censura de libros, para obsequiarnos con una muestra extensa de los libros censurados en la España de la época y contraponerla a la de Barea, más reducida, de libros prohibidos en Boston… Él, que reprochaba las relaciones de cadáveres y huesos. De libros sí, al parecer. Al final, infiere: “Barea, con su ataque al Humanismo, a la Reforma, a la Ilustración y al Liberalismo, no hace sino una defensa del último índice de libros prohibidos por la Iglesia Romana” (pag. 205). Y se despide: “¿Cómo llamamos a esto, nacionalcatolicismo o estupidez?”. Así se las gasta Villacañas. Objetividad.

 

En el capítulo de Peculiaridad Española, a su pregunta de qué grandes progresos impulsó nuestro imperio, él mismo se contesta: la carabela (pag. 243). Sabe ser escueto cuando quiere. Y más adelante añade que nuestra leyenda negra fue el resultado de nuestra inferioridad intelectual (pag.246). Teoriza y es apreciable, que el imperio español fue débil y de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna, anclado a ideales arcaicos e improductivos que le cerraron un futuro mejor, lo cual puede muy bien ser cierto, pero no incompatible con las tesis de Barea de una leyenda negra que como tal, subraya, exagera o inventa nuestras sombras y las proyecta en el tiempo, minimizando las propias. “La leyenda negra ayudó a la victoria –dice al fin–, pero no solo porque la propaganda fuera más efectiva… sino porque delataba debilidades materiales que inhabilitaban a la Casa de Austria para vencer” (pag. 247). Y añade distintas y bien estructuradas consideraciones sobre la falta de un horizonte y una nueva dimensión mental.

Por último, penosamente, traza de nuevo un paralelismo entre el nacionalismo de Roca Barea y el de los políticos catalanes nacionalistas. Llega decir que la Barea ha escrito Imperiofobia para compensar la inacción frente a Cataluña, y en la página 257 entra en una especie de delirium tremens: “Gran nación imperial… Inseguridad acerca de la legitimidad propia… Populismo antipático y supremacista… Escándalo ante cualquier inteligencia…” y ya en el colmo: “Los aspectos antipáticos del nacionalismo catalán se tornan simpáticos”. Y sigue: “Barea busca diferenciar amigo y enemigo, lo que es contrario al espíritu democrático” (pag. 258), “…su libro es una autoexcitación desesperada…”, y en fin, hay que buscar las sales.

Y concluye: “La leyenda negra existió y dominó la conciencia de muchos países europeos desde Felipe II hasta la paz de Westfalia”. Menos mal, porque en buena parte del libro parece ponerse precisamente esto en tela de juicio. Aunque si la hubo, nos dice, fue abolida en 1648. Los estoy oyendo en Westafia: “Señores, se acabó hablar mal de España; ya estuvo bien”. Y continúa: “…pero cuando se está en guerra, uno se atiene a las reglas del juego y no se lamenta de que el enemigo tenga mejores armas” (pag. 258), excepción hecha, como avala la totalidad del libro, cuando ese enemigo es España.

En las últimas líneas recurre a Freud y no es extraño, pues leyendo Imperiofilia uno empieza a pensar en Freud ya en las primeras páginas. Imperiofobia es un síntoma, dice, en el que se aprecian “rasgos compulsivos frecuentes  y obsesiones claras”; no es una broma, lo dice muy seriecito en la página 261. Y añade: “Freud nos comenta que el enfermo parece atado a un fragmento del pasado ajeno… formas patológicas de duelo… “, y uno escruta la pequeña foto del autor en la portada… ¡A ver si va a resultar que es un humorista!

 

Mi impresión final y personal es el desasosiego, la tristeza, cierta impotencia. Elvira Roca Barea ha escrito un relato de reivindicación española evidente, y en él hay también evidentes torpezas; especialmente al inicio, cuando trata de fijar unos conceptos genéricos del hecho imperial y las reacciones de toda índole que produce en lo social, económico, político. Podría Villacañas haber rebatido, puntualizado excesos, despistes, manipulaciones y errores de Barea, para mejor acotar la cuestión. No ha sido así. Un solo relato de reivindicación de lo español, de una historia que parecemos temer o repudiar; un solo relato, digo, de señalación ajena por comparación con lo propio, y el hombre ha cortocircuitado. Creo que Villacañas, con sus fijaciones ideológicas y sus prejuicios, contesta a otro libro que no es Imperiofobia. Contesta en realidad a la imagen que se ha formado de él, maniatado por sus propios fantasmas de prietas las filas y soles imperiales. De este modo, Imperiofilia se despeña temprano por el lado del sectarismo de su autor, empeñado en embestir molinos de viento, descalificando, juzgando intenciones. Hay páginas grotescas, empeñado su autor en una lucha antifranquista extemporánea y sin nada a que agarrarse.


Pero tales extremos de obsesión no son ya problema, don José Luis. Hoy ya la medicina tiene tratamientos para casi todo; no se inquiete usted. Yo le envío desde estas líneas un fuerte abrazo.

Ánimo.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Tacones en la Arena, de Lola Quintanilla: Vivencias para pensar.

No sé cómo calificar Tacones en la Arena . No es, evidentemente, un relato de ficción, y es una lástima, porque si lo fuera aún podríamos pensar que estas cosas no ocurren o ya no ocurren. Tampoco es propiamente un ensayo, ni siquiera un relato historiado de sucesos verídicos, aunque sería lo que más se aproximaría. Es más bien un sumario de hechos alarmantes que dan que pensar; quizás un toque de atención, tal vez incluso un yo acuso . Lola Quintanilla , a quien tuve el gusto de conocer en la presentación gijonesa de su libro (mujer observadora, profunda y a ratos inquietante), nos cuenta en primera persona una porción de historias que le han sido relatadas por las protagonistas; mujeres todas maltratadas por alguna arista de una vida a menudo cruel. Con nombre propio, desgrana cada una su dolor, su desesperanza, su amor y desamor. Fátima es el desgarro por una vida dual de refugiada y acogida. Mamen es la frustración del sobrepeso que no encaja en ningún esquema. Adela, la anciana

Bella del Señor, de Albert Cohen; o la automutilación de una gran obra.

  Bella del Señor (1968) pasa por ser una de las cumbres de la literatura en francés y probablemente la obra más importante (con permiso de Comeclavos , a decir de otros) de su autor, Albert Cohen; un suizo judío de origen sefardita, con raíces griegas, creador de un corpus literario más bien parco (no más de nueve obras entre poesía, novela y teatro) y enteramente en francés. La novela es larga, arriba de las ochocientas páginas, y pudo serlo más, dado que el original andaba cerca de las mil trescientas, pero el editor - espantado, con toda probabilidad - convenció al autor para desgajar en otra novela ( Los Esforzados ) varias partes más o menos jocosas del manuscrito. Larga entonces, con espacio para cualquier detalle; y sin embargo lo deja a uno con ese regusto triste de lo incompleto, lo mal rematado; como una obra maestra de la pintura que tuviera aquí o allá brochazos deficientes, áreas apresuradas o inacabadas, aspectos que reclamaban otro tratamiento o ninguno. Dejando

El Hereje, de Miguel Delibes. El placer de leer al viejo maestro.

  Magnífica novela de Delibes; relato documentadísimo y lleno de matices, en el que el maestro Delibes nos desgrana la historia de Cipriano Salcedo, acaudalado comerciante en pieles e indumentaria; sus orígenes, educación y amores, sus éxitos comerciales e inquietudes, su herejía final y su muerte. Y por el camino nos sumerge en la España del siglo XVI, guiados por su elegante y sucinta prosa castellana, para asistir con todo lujo de detalles a los usos y costumbres, la economía y sus oficios, el trato entre los distintos estamentos, las relaciones familiares… sin olvidar los atuendos, de los que el autor imparte cátedra con su pormenorizado conocimiento en calzas, carmeñolas, capotillos, sayas, jubones y ropillas, entre las que los zamarros aforrados supondrán parte importante de la historia relatada. Cipriano Salcedo nace en Valladolid, en el seno de una familia acomodada; la formada por don Bernardo Salcedo, hombre de negocios, y doña Catalina de Bustamante, que muere en el parto.