Imperiofilia es un
libro necesario. Villacañas ha creído prudente avisarnos de los excesos del
éxito editorial de Elvira Roca Barea, Imperiofobia, y ha escrito este volumen
rigurosamente ex profeso.
Ciertamente, Imperiofobia precisa puntualizaciones y en
cualquier caso, se hace evidente que el libro se centra en el Imperio español y
su leyenda negra desde una comparativa con los excesos y defectos de otras
potencias coetáneas o no, para cuestionar que seamos nosotros los malos, por así decirlo. Se precisaba
una réplica ajustada. Temo que no haya sido el caso, y Villacañas haya venido a
caer en una diatriba aún más discutible que el libro de Barea.
En la contra de Imperiofilia ya se avisa del contenido:
“el éxito de Imperiofobia es revelador de las escasas exigencias culturales de
ciertas élites del país”; en la obra de Barea “se esconde un ejercicio de
blanqueamiento y manipulación ideológica…”
En el prólogo más de los mismo: “artefacto ideológico que
inicia el paso a la ofensiva de un pensamiento reaccionario”, “…la ofensiva
reaccionaria que va a disputar la hegemonía cultural española”, “solo hoy
conocemos el conjunto de fuerzas que se han puesto de pie para alterar los
fundamentos morales y políticos de nuestro mundo”, “pretende situar en un plano
de hostilidad esencial contra España a todas las naciones europeas” y así
seguido. Poco más adelante “…no podemos considerar un azar que este libro alabe
los Estados Unidos, gobernados por Trump, a Rusia, gobernada por Putin, y a la
España imperial reivindicada por J. María Aznar y ahora por Pablo Casado”. Muy
histórico, como se ve. Otro anacronismo: “Mi ensayo asume que a España le ha
ido bien desde que se incorporó a Europa hace 40 años. Por eso aspiro a no
indisponernos con el proyecto de vida en común con nuestros vecinos del norte,
a los que Barea desprecia… el suyo es un libro enojosamente antieuropeo…
prorruso y antieuropeo, esa es la verdad…” (pag. 32). No debemos pues criticar a
nuestros vecinos en un ensayo de historia. Asombroso.
En el capítulo Mysterium
mysteriorum intenta hacer sangre sobre lo que a su juicio es la separación
que hace Barea entre pueblos inferiores y superiores, cuando la realidad es que
Barea se refiere en todo momento a los pueblos imperiales como dominantes, de un lado, y a los pueblos sometidos
por ese imperio como dominados, del otro. Y detalla cómo la crítica y la
propaganda feroz, fundada o no, por parte de los sometidos, es a menudo
interiorizada por los que someten, teniendo en ello su parte la labor crítica
que en todo sistema de poder (en este caso el imperio) tienen los
intelectuales. Esto le basta a Villacañas para ironizar con los “pérfidos
intelectuales” como “una manifestación constante de los inferiores” (página 39)
–Barea no dice nada parecido–, y concluir reprochándole a la autora la
característica que él previamente le ha inferido: “…es un poco racista el
planteamiento de Barea de dividir los pueblos en poderosos y débiles…”, y más
adelante “…si los débiles aceptaran que son débiles, no habría racismo. Esto
habría hecho feliz al protestante Hitler: Si los judíos se suicidaran
directamente por su inferioridad, no habría necesidad de solución final…”. Este
es el trazo grueso de Villacañas.
Seguidamente saca a relucir la mala conciencia nietzscheana
(Nietzsche es una constante recurrente en el libro) y dictamina que para Barea
el imperio siempre hace lo correcto y que su libro es una “gigantomaquia
histórica entre el imperio español y Gran Bretaña” que destila odio al
protestantismo y a Inglaterra: “Roca nos retrotrae a los peores años de la
propaganda franquista”, añade. Siguiendo con los anacronismos traídos por los
pelos, nos expone que para Barea “…ningún buen español debería tener conciencia
de culpa por luchar sin escrúpulos contra los británicos y demás ralea
protestante… por mucho que sean ya socios y amigos de la Unión Europea” (pag.
49) –tampoco vamos a hacer sangre sobre su reciente salida– y remacha: “… los
heterodoxos españoles, los humanistas, ilustrados, liberales, deben limpiarse
de su conciencia de culpa de ser españoles”. Y ya en la página 51: “…no es la
conciencia de culpa la que nos hace querer entender a nuestros socios y amigos
europeos, sino sencillamente la idea de construir un futuro de paz”. Un
historiador diciéndonos que esgrimir un razonamiento crítico sobre un momento
histórico, social o bélico, de un país europeo contra otro en el pasado, es
estar contra un futuro europeo en paz. Salvo que se esgrima contra España, al
parecer.
Ya metido en harina, continua en el siguiente capítulo, Las Víctimas Imperiales, con sus recurrentes
apreciaciones sobre la intención de Barea: “…el climax (de su obra) se
concentra en la defensa del catolicismo español contra el cargo de la
Inquisicion, y la defensa del imperio contra el cargo de genocidio en América”
(pag. 58), dando torticeramente por hecho que primero, comparar los datos de la
Inquisición española con los de otras inquisiciones europeas, es defenderla. Y
segundo, que España causó un genocidio en América, lo que equivale a buscar
intencionalidad en las muertes de indígenas a causa de las enfermedades
europeas. De paso, deja caer sobre la Escuela de Salamanca, que es “ese mito
generado por la intelectualidad franquista de posguerra”. Nada español se libra
de su pluma.
El capítulo que sigue, Victimarios,
empieza por la Italia española. Ya en la primera página entra a cuestionar si
tales territorios (Nápoles, el Milanesado…) forman parte del imperio español,
dado que no integran el Sacro Imperio Romano Germánico, lo que le sirve para
deslizar que Barea pretende silenciar a la Corona de Aragón por su construcción
federalizante y su glorioso pasado en una Italia entonces sin prejuicios
antiespañoles. Luego minimiza la influencia de la presencia española en su
Renacimiento, remarcando que ya era una realidad completa cuando llegamos (el
Cinquecento no parece existir para Villacañas). Hace chanza también de que
Barea hable del miedo al turco en la toma de Otranto (1480) y “lo proyecte
hasta un siglo después, al Milán de 1583, ya sin ese miedo” (pag. 84). Para
Villacañas no hay peligro en la Italia del XVI, y las tropas españolas estaban
allí de vacaciones, al parecer. Olvida las expediciones españolas a Túnez en
1510 y 1520, y las posteriores de Andrea Doria, ya al servicio de Carlos I,
todas ellas para controlar a turcos y berberiscos precisamente. Por olvidar,
olvida hasta Lepanto en 1571. En fin; todo por desligar cualquier influencia
española en el Renacimiento italiano; aparte las negativas, por supuesto.
Llegamos aquí al capítulo dedicado a Alemania, sin duda para mí lo mejor de la obra. Villacañas mete
aquí un bisturí cirujano para poner en su sitio las disquisiciones de Barea
sobre las motivaciones de Carlos V, muy otras de las de poner orden en una guerra
civil, tal como la autora esgrime en líneas generales. Salen a relucir las
Constituciones alemanas pisoteadas por el emperador, la elección de cargos
extranjeros, el uso prohibido de tropas foráneas; esto es, tercios españoles...
Matiza con solvencia la represión de unos y otros; tropas imperiales o
protestantes, los bienes de la Iglesia como leitmotiv
cuestionable, el destino de estos últimos a
posteriori. Pone luego en su sitio las apelaciones de Barea al terror
protestante (en lo tocante a Calvino, especialmente), y en definitiva le da a
la autora lo que viene siendo un repaso. Se afianza aquí el Imperiofilia que yo esperaba, hasta
entonces desmadejado en fobias personales e invectivas dudosas. Con todo, lo expuesto
no desmantela lo apuntado por Barea en cuanto a la acuñación cuidada de iconos
de nuestra leyenda negra en esas tierras, en esa época. Solo la justifica en lo
que ello es posible sin caer en el anacronismo. Hay algún retazo del Villacañas
obsesivo hacia el final, cuando se empeña de nuevo en fijar la intención de
Barea en equiparar leyenda negra y protestantismo; no parece ser así y basten
para ello las quejas de la autora sobre la Italia y la Francia de entonces,
ambas católicas.
Despacha el autor a continuación un capítulo dedicado a Inglaterra, y desde la primera línea
resulta evidente una vuelta a la inquina. En la primera página pone en boca de
Barea que llamar imperio a Gran Bretaña es llamar imperio “a cualquier cosa que
así se llame”. No cita página, porque no puede. La frase está entresacada de un
contexto mucho más amplio varios capítulos antes. También “por supuesto, las
provincias norteamericanas no son para la autora parte del imperio inglés” (no
sé de dónde saca esto), y también que para Barea “solo un imperio católico es
un imperio de verdad” y otras lindezas de corte grueso acordes con la compulsión
ideológica del autor. Llega a quejarse de que Barea no ofrezca una explicación
a cómo fue posible que “un país pobre de solemnidad (Inglaterra) generó la
élite más numerosa, preparada, arrojada y firme para civilizar tierras tan
increíblemente extensas como la India, Oceanía y buena parte de África” (pag. 107).
La misma frase aplicada a España sobre Hispanoamérica habría sacado sarpullidos
en el rostro de este hombre. Además, está civilizadísima la India. Y África no
digamos. A continuación reprocha a Barea que no tome nota de por qué los modos
imperiales británicos se distanciaron de los españoles (debe referirse a que
mataron más y pusieron un cuidadoso horror
vacui a mezclarse), para concluir que “eso no le interesa. Solo le interesa
–gran descubrimiento– que Inglaterra fue antiespañola desde que fue
anticatólica”. Caramba, es que es de eso de lo que va el libro de Barea: De
leyenda negra al calor de la beligerancia antiespañola, de sus causas a menudo
discutibles, de su pervivencia con el imperio ya desaparecido, y de su
influencia incluso hasta hoy. Y continúa: “vemos a Roca Barea sufrir con la
gota de los reyes, con la fatiga de los tercios, con la rabia y la furia de los
mercenarios; se enoja como un inquisidor con la traducción de la Brevísima, con
las conspiraciones de los flamencos…” (pag. 109); y más adelante: “entra en
fase melancólica porque los españoles no son comprendidos… ¿qué furor histórico
es este? Barea se excita con todo… y como al penitenciario en Semana Santa, le
duelen los latigazos sobre la espalda desnuda…”. Ni sé qué comentario hacer
sobre esto, fuera del literario: Escribe bien Villacañas.
Un poco más adelante, justifica la propaganda que según él
mismo desbordaba la sociedad inglesa, por el entusiasmo de que iban ganando y
nosotros perdiendo (¿!), y remata que “la propaganda no es la causa de la
derrota, sino el efecto” (pag. 110). Qué bárbaro. Y gobiernos y empresas
tirando el dinero; vaya mundo. Seguido, reprocha a Roca Barea que solo le
importe saber quién mato más cuando dice que la reina Isabel provocó ella sola
más muertes que la Inquisición en toda su historia, y alude a su “vocación
sepulturera” (pag. 111), y en la siguiente, “quiere contar todos los cráneos
rotos de los demás, inventariar sus osarios, reunir las cenizas…”. Inútil
esperar que Villacañas entienda que Imperiofobia va de eso precisamente; de
cómo es posible que la Inquisición española lleve la fama de sanguinaria por el
mundo y no los tribunales eclesiásticos protestantes, la reina Isabel y su
Iglesia Anglicana.
Por último, subraya la imparcialidad sin mácula de los
historiadores británicos para con ellos mismos y nosotros (debe de hablar de
Paul Preston), y no para perjudicarnos, sino “porque nosotros no sabemos hacer
nada comparable en objetividad, serenidad y discreción de juicio” (pag. 114);
esto último sin duda, escrito frente al espejo. Y se despide reprochando a
Barea un victimismo “que se convierte en una queja archinacionalista al
recontar todo lo que han dicho de nosotros los forjadores de la leyenda negra…”
–al escribir el libro, entonces, añado yo–; “…y ¿Con qué finalidad hace ese
inmenso recuento de quejas? No sé si para fabricar enemigos, pero desde luego
sí para obtener provecho: vender muchos libros dando carnaza”. (pag. 115). Aquí,
ciertamente, uno se ve asaltado por un estupor ya pegajoso.
La siguiente china del zapato es Holanda. Quién sabe qué logra que Imperiofilia recobre pulso en este capítulo en el que le da otro
repaso a doña Elvira, exponiéndonos los atropellos de Felipe II al concepto
federal de gobierno con que venían manejándose los holandeses. Puntos sobre las
íes en los asesinatos (que no ajusticiamientos) de Egmont y Horn, y jugosos
detalles personales del oscuro emperador. Deja razonablemente claro que dimos
sobrados motivos para sus invectivas, aunque como en el caso alemán, ello no
elimina la acuñación de leyendas, prototipos y demás sobre nuestro país, amén
de su longevidad. Al final de este apunte, se enreda el autor con una
paralelismo singular (y traído por los pelos) entre el modo de exponer de Barea
y el de los nacionalistas catalanes (¿!), y añade: “…cabe la posibilidad de que
ella (Barea) quiera mandar los tercios a Bruselas a extraditar a Puigdemont, o
seguir celebrando autos de fe”. Lástima; con lo bien que iba.
Con este tenor, se adentra Villacañas en el siguiente
capítulo, dedicado a la Inquisición; lo
que no hace presagiar nada bueno y así es, en efecto, porque empieza sembrando dudas
sobre los archivos de la Inquisición, esgrimiendo para ello la general falta de
transparencia de la Iglesia. Ironiza sobre la tortura reglada del Santo Oficio
y lo hace, cómo no, de modo anacrónico, recurriendo a Guantánamo. Pasa de
puntillas de nuevo sobre lo que importa aquí: Si fue el Santo Oficio peor,
igual o mejor que otros tribunales eclesiásticos de la época en el resto de
Europa. Y añade: “La leyenda negra es estéril no porque invoque hechos más o
menos verídicos, sino porque no ofrece una interpretación a lo que ha
significado en nuestra historia”, (pag. 143). En fin.
Continúa Villacañas unas líneas después, “lo más terrible de
su obra (de la Inquisición) no fue la cantidad de muertos, sino la herencia que
dejó entre los vivos… y no enzarzarse, como hace Roca Barea, en los tópicos
habituales de quién mató más” (pags. 147-148). Es razonable. Si Barea da cifras
de trece brujas quemadas por la Inquisición española, y veinticinco mil para su
par alemana, es muy razonable que un muchacho Villacañas no quiera contabilizar,
sino hablar tan solo de los efectos sociales. De las trece, por supuesto.
Despachado el asunto inquisitorial, la emprende ahora
Villacañas con su otro nudo gordiano: Hispanoamérica. Hay que decir que empieza
bien, ponderado y certero, sin asomo de espumarajos obsesivos. Pone el punto de
diferencia entre un imperio extractivo (el nuestro) y otro productivo (el
inglés en Nueva Inglaterra), aunque parece olvidar que el imperio británico no
era solo Nueva Inglaterra. Da luego un leve repaso a la Barea acerca de las
condiciones de vida indígenas en las Encomiendas. Bien la puntualización sobre
los Hidalgos y soldados que replicaron una sociedad de privilegios, en lugar de
los colonos y sus familias en el Nuevo Mundo anglosajón. Pero a continuación pretende
rebajar el arrojo y capacidad militar de nuestro ejército, por la peregrina
razón de que estaba bien entrenado (guerras en Granada y Orán) y así
cualquiera, viene a decir. A partir de aquí, el relato torna a despeñarse por
los lugares de costumbre, vuelve a hacer hincapié en que los españoles se
mezclaron porque iban solos, no como los colonos ingleses. Más adelante afirma
que los españoles pensaban en los indios para la producción, mientras que los
anglosajones eran autónomos y libres y “…ocupaban la tierra para trabajar en
ella, y por tanto allí no podían mantenerse los indígenas, que eran desplazados
a veces mediante compra o pacto” (pag. 184). Qué puedo decir. Enterrad mi corazón en Wounded Knee. Tales
extremos de doblez, de triple vara de medir, producen sonrojo. Y ni que decir
que no aplica ese baremo de la producción y la extracción, los colonos y el
mestizaje, en la India, ni en Birmania, ni en la Guayana británica, ni en el
Sudán, Nigeria, Kenia, Tanganika, Costa de Oro, Sierra Leona, Irak, Kuwait,
Omán… No vaya a ser que se desvirtúe la virtud anglosajona y nuestra maldad.
Termina diciendo que “podemos reconocer las luces y las sombras del imperio
español, sin darnos golpes de pecho hipócritas…” Vaya. Para cuándo las luces.
La Ilustración
también le merece capítulo aparte a Villacañas. Nada más empezar, “la actitud
de Roca Barea respecto del pasado la cree válida para el presente” (pag. 195).
La proyección es de manual de primero de psicología, porque hay que decir de
Villacañas que su actitud respecto del presente, la cree válida para el pasado.
Es otra manera de verlo. De este modo, anuncia el problema que para Barea
supone nuestra leyenda negra en Francia, debido a su catolicismo; cuando lo
cierto es que las únicas escisiones entre imperiófobos católicos y protestantes
las ha hecho él mismo. Puntualiza luego muy bien a Barea sobre la disolución de
los jesuitas. Tan bien, que se demora con ello páginas y páginas; algo que
tampoco le hace al tema que nos ocupa. Más luego, se enzarza en otra disputa no
menos estéril, sobre qué imperio ejerció más la censura de libros, para
obsequiarnos con una muestra extensa de los libros censurados en la España de
la época y contraponerla a la de Barea, más reducida, de libros prohibidos en
Boston… Él, que reprochaba las relaciones de cadáveres y huesos. De libros sí,
al parecer. Al final, infiere: “Barea, con su ataque al Humanismo, a la
Reforma, a la Ilustración y al Liberalismo, no hace sino una defensa del último
índice de libros prohibidos por la Iglesia Romana” (pag. 205). Y se despide:
“¿Cómo llamamos a esto, nacionalcatolicismo o estupidez?”. Así se las gasta
Villacañas. Objetividad.
En el capítulo de Peculiaridad
Española, a su pregunta de qué grandes progresos impulsó nuestro imperio,
él mismo se contesta: la carabela (pag. 243). Sabe ser escueto cuando quiere. Y
más adelante añade que nuestra leyenda negra fue el resultado de nuestra
inferioridad intelectual (pag.246). Teoriza y es apreciable, que el imperio
español fue débil y de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna,
anclado a ideales arcaicos e improductivos que le cerraron un futuro mejor, lo
cual puede muy bien ser cierto, pero no incompatible con las tesis de Barea de
una leyenda negra que como tal, subraya, exagera o inventa nuestras sombras y
las proyecta en el tiempo, minimizando las propias. “La leyenda negra ayudó a
la victoria –dice al fin–, pero no solo porque la propaganda fuera más
efectiva… sino porque delataba debilidades materiales que inhabilitaban a la
Casa de Austria para vencer” (pag. 247). Y añade distintas y bien estructuradas
consideraciones sobre la falta de un horizonte y una nueva dimensión mental.
Por último, penosamente, traza de nuevo un paralelismo entre
el nacionalismo de Roca Barea y el de los políticos catalanes nacionalistas.
Llega decir que la Barea ha escrito Imperiofobia para compensar la inacción
frente a Cataluña, y en la página 257 entra en una especie de delirium tremens: “Gran nación imperial…
Inseguridad acerca de la legitimidad propia… Populismo antipático y
supremacista… Escándalo ante cualquier inteligencia…” y ya en el colmo: “Los
aspectos antipáticos del nacionalismo catalán se tornan simpáticos”. Y sigue:
“Barea busca diferenciar amigo y enemigo, lo que es contrario al espíritu
democrático” (pag. 258), “…su libro es una autoexcitación desesperada…”, y en
fin, hay que buscar las sales.
Y concluye: “La leyenda negra existió y dominó la conciencia
de muchos países europeos desde Felipe II hasta la paz de Westfalia”. Menos
mal, porque en buena parte del libro parece ponerse precisamente esto en tela
de juicio. Aunque si la hubo, nos dice, fue abolida en 1648. Los estoy oyendo
en Westafia: “Señores, se acabó hablar mal de España; ya estuvo bien”. Y
continúa: “…pero cuando se está en guerra, uno se atiene a las reglas del juego
y no se lamenta de que el enemigo tenga mejores armas” (pag. 258), excepción
hecha, como avala la totalidad del libro, cuando ese enemigo es España.
En las últimas líneas recurre a Freud y no es extraño, pues
leyendo Imperiofilia uno empieza a
pensar en Freud ya en las primeras páginas. Imperiofobia es un síntoma, dice,
en el que se aprecian “rasgos compulsivos frecuentes y obsesiones claras”; no es una broma, lo
dice muy seriecito en la página 261. Y añade: “Freud nos comenta que el enfermo
parece atado a un fragmento del pasado ajeno… formas patológicas de duelo… “, y
uno escruta la pequeña foto del autor en la portada… ¡A ver si va a resultar
que es un humorista!
Mi impresión final y personal es el desasosiego, la tristeza,
cierta impotencia. Elvira Roca Barea ha escrito un relato de reivindicación
española evidente, y en él hay también evidentes torpezas; especialmente al
inicio, cuando trata de fijar unos conceptos genéricos del hecho imperial y las
reacciones de toda índole que produce en lo social, económico, político. Podría
Villacañas haber rebatido, puntualizado excesos, despistes, manipulaciones y
errores de Barea, para mejor acotar la cuestión. No ha sido así. Un solo relato
de reivindicación de lo español, de una historia que parecemos temer o
repudiar; un solo relato, digo, de señalación ajena por comparación con lo
propio, y el hombre ha cortocircuitado. Creo que Villacañas, con sus fijaciones
ideológicas y sus prejuicios, contesta a otro libro que no es Imperiofobia.
Contesta en realidad a la imagen que se ha formado de él, maniatado por sus
propios fantasmas de prietas las filas y
soles imperiales. De este modo, Imperiofilia
se despeña temprano por el lado del sectarismo de su autor, empeñado en
embestir molinos de viento, descalificando, juzgando intenciones. Hay páginas grotescas,
empeñado su autor en una lucha antifranquista extemporánea y sin nada a que
agarrarse.
Pero tales extremos de obsesión no son ya problema, don José Luis. Hoy ya la medicina tiene tratamientos para casi todo; no se inquiete usted. Yo le envío desde estas líneas un fuerte abrazo.
Ánimo.
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