Hay
libros olvidados que conviene releer cuando los tiempos en su discurrir
cotidiano parecen ponerlos de nuevo en boga. Así, en días plagados de listos y
aprovechados, de arribistas, de lumbreras de lo nuevo, de mixtificadores de las tendencias, de buceadores de aguas posmodernas, tanto en lo
artístico como en lo social y político, en lo humano, ¡en todo!, viene bien
refrescar los Cuentos de H. Bustos
Domecq, destilados por la lucidez y la finísima ironía de Borges y Bioy
Casares. Siempre he imaginado a los dos autores argentinos partiéndose de risa
mientras daban curso a las disparatadas historias que pueblan las sucesivas
entregas de esta obra.
La
primera aparición se constituyó con los Seis
Problemas para Don Isidro Parodi (1942). La siguieron con las Dos Fantasías Memorables (1946), y
después de un paréntesis de veintiún años, remataron con las Crónicas de Bustos Domecq (1967), para
mí de una genialidad delirante, y por último los Nuevos Cuentos de Bustos Domecq, ya en fecha tan reciente como
1977, casi anciano Borges y no tanto Bioy Casares, quince años más joven.
Seis Problemas para Don Isidro Parodi son
otros tantos cuentos policiales en clave humorística, escritos por ese
imaginario Bustos Domecq y prologados por el no menos imaginario Gervasio
Montenegro. Isidro Parodi, "que en trance de apolillar, no le hace asco al
nido de las hormigas”, y de quien “algunos afirmaban que era ácrata, queriendo
decir que era espiritista”, es un hombre recluido en la penitenciaría de
Rosario por un crimen que no cometió, aunque eso no interesa a nadie, ni
probablemente a él mismo. Por intercesión de Gervasio Montenegro unas veces y
de otros personajes en otras, van desfilando por su celda 273 distintos implicados
en historias de crímenes extravagantes que conviene resolver. El hombre, sin
perder compostura y bonhomía mientras ceba mate en un jarrito celeste, soporta
los rollazos que le largan tales personajes en las sucesivas visitas. Así, las
liturgias de una secta de drusos, las cuitas de Goliadkin con la baronesa, el verbo
insufrible de Anglada y sus rebuscados ripios (“yo fusilé a la muerte a
quemarropa”), los monólogos delirantes de Mariana, el cuajo del Commendatore
Sangiácomo y su hija casadera, las inacabables parrafadas de Sevastano… Pero
uno a uno, Parodi va resolviendo con su ingenio y su singular habilidad
deductiva, cada uno de los casos que se le presentan.
Dos Fantasías Memorables lo son en
efecto tal cual reza su título. La primera, El Testigo, transita la descacharrante aventura de Lumbeira,
comisionista del piojicida Diogo y la
cementina vitaminada Diogo, productos
que liquidan a todos los cerdos de la comarca. La segunda, El Signo, relata la experiencia única de Wenceslao Zaldueño: Desde
los cuentitos subidos de tono (“Se le espesó el menjunje al pornografista: Hay
estafa”, rezaba el periódico), hasta la alucinación compartida de una porción
de viandas flotando en el aire: un puchero castellano, un pejerrey con papas suspendido
entre las nubes, chinchulines flotantes, pastel de fuente, hasta que por fin
“unos caneloncitos tomaron posesión de la bóveda celeste”. Todo en estos dos
relatos nos remite al fondo de las personas tras la inevitable simulación
diaria.
Crónicas de Bustos Domecq, dos décadas
después en plenos años sesenta, es un torpedo directo a la santabárbara de los
oficiantes posmodernos. Así, Cesar Paladión, con la idea de no recargar el
corpus de los libros ya existentes, y fiel a una prosa que exprese su alma con
propiedad, edita libros exactos y con idéntico título: Egmont, Thebussianas, El
Perro de los Baskerville, La Cabaña del Tío Tom… pero con su propio nombre.
Hilario Lambkin escribe sus “notículas” sobre libros, puntualizando peso,
formato, tipografía, tinta, papel… No es suficiente. Intuyendo que la
descripción de una obra, para ser perfecta ha de coincidir palabra por palabra
con la misma, da a la imprenta su análisis de La Divina Comedia en tres
volúmenes, Inferno, Purgatorio y Paradiso, que coincide con el original hasta
las comas: Ha nacido la primera obra Descriptivista;
nada que ver con Paladión. Juan Carlos Loomis, hombre empeñado contra la
metáfora, publica sus opus: Oso, en 1911; Catre, en 1914; Boina, en 1916; Nata,
en 1922; Luna, en 1924 y por último Tal Vez, en 1931. Los títulos,
maravillosamente, coinciden con la obra; no hay nada más. La rima, la sintaxis,
el realismo, la aliteración… han sido superadas. Algunos estudiosos creen ver
una suerte de mensaje cabalístico en el cómputo de su obra: Oso, Catre, Boina,
Nata, Luna, Tal vez, guardan un Evangelio. Quién puede saberlo.
Mención
aparte merecen los Tenebrariums. El
origen, nos explican, está en París, cuando Praetorius agrega dulce a los cuatro sabores conocidos,
esto es, ácido, salado, insípido y amargo. Hay debate. En la estela,
Moulonguet inventa la Cocina Culinaria,
en la que el comensal, liberado de los cinco sabores aludidos, puede disfrutar
de cualquier cosa que pida, pero siempre bajo la apariencia de una papilla
gris. Por último, Darracq abre en Ginebra un restaurante común, donde se puede
comer cualquier cosa. Están por tacharlo de reaccionario, cuando él ejecuta el
toque maestro: Apaga la luz. Ha nacido el primer Tenebrarium. He de decir que me reí mucho cuando hace pocos años,
la prensa trajo la noticia de un nuevo restaurante parisino en el que se comía
a oscuras para no entorpecer los sabores. Pensé incrédulo y divertido en la
infatigable creatividad de Borges y Bioy Casares, medio siglo antes.
Otros
relatos inolvidables de estas Crónicas
nos hablan del bueno de Bluntschli, gran artista que ha superado el teatro. En
sus obras, los figurantes van de paseo, acuden a la panadería, montan en
bicicleta, van de tiendas, toman una copa en el bar. Supone una estocada mortal
al teatro de utilería y parlamentos: “Cualquiera, usted mismo, es autor. La
vida el libreto”. Tampoco olvidaremos los Inhabitables,
genialidades arquitectónicas donde se mezclan paredes transparentes, puertas
superpuestas que no conducen a ninguna parte, ventanas ciegas, techos al revés,
escaleras sin fin… No faltan las voces críticas que denuncian un adocenamiento
en esquemas superados: Puertas, techos, pisos, ventanas, escaleras… son
“elementos perimidos y fósiles”, por tradicionales. Antártido A. Garay es el
escultor que revolucionó el arte, al sostener que no había que poner atención a
las figuras y objetos, sino al espacio entre ellas; lo que él llama la Escultura Cóncava. Una segunda
exposición con cuatro cascotes, no fue entendida por el público cerril, que le
prendió fuego. Es su tercera exposición la definitiva: Un letrero de chapa
sobre postes reza “Muestra escultórica de Antártido A. Garay”. La obra es el
espacio entre edificios del cruce de Solís con Pavón, hasta tocar el cielo.
Tafas es el pintor de origen musulmán, al que sus creencias impiden el retrato
de caras, personas y demás seres. Nada detiene su afán creativo: Pinta
detallados paisajes urbanos llenos de gente y vida. Seguido, los borra con miga
de pan. Por último, le da a las telas una mano de betún. Toda una colección de
lienzos inmaculadamente negros, cada uno con su título, es vendida al Museo de
Bellas Artes por un monto que deja sin habla al contribuyente.
Entre los muchos relatos delirantes, no puedo terminar sin detallar la visita que Bustos Domecq, intrigado porque “el estadio de River viene faltando en su lugar de siempre”, le hace al amigo Tulio Sebastano. Este le confía que él mismo ha inventado los nombres de los futbolistas. A nuevas preguntas de Bustos, Tulio termina por confesar: No hay tanteos, ni equipos, ni partidos. El fútbol es solo un género dramático; nada existe fuera de los estudios de grabación y los figurantes. Es el ritmo del progreso. Seré una tumba, dice Domecq.
-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.
Nuevos Cuentos de Bustos Domecq
constituyeron la última entrega en común de estos dos grandes autores
argentinos. Entresaco como memorable la aventura de Benito Larrea, que
preocupado, le cuenta a Bustos que con el afán de meterse en la maffia y hacer
negocio, se ha ofrecido a esconder una temporada al jefe mafioso Capitano.
Larrea, que transita una delicada situación económica, ve cómo el capo devora
sus viandas, ultima sus licores, le come hasta el gato… Arruinado Larrea, trata
de alimentarlo con un pastel de aserrín en el que el mafioso pierde una muela.
Ahora, le confiesa a Bustos, debe enfrentar su destino. Capitano aguarda
pistola en mano para obligarlo a elegir: Comerse el pastel de madera o el
plomo. Otros cuentos de esta colección abordan desde las cuitas del Indio
Ubalde tratando de seducir a una niña de la buena sociedad en un hotel de Suiza,
hasta la intrincada Fiesta del Monstruo, con los patoteros de las citas
electorales, pasando por las extorsiones del pobre Cárdenas, al que le “sacan
la chocolata” a bofetadas, o la historia genial del gran porteño Baulito,
conquistando a la Locarno.
Toda la
lectura de los Cuentos de H. Bustos Domecq es una desternillante inmersión en
un mundo imaginario acribillado de ironías, segundas intenciones y
sobreentendidos hasta en las notas a pie de página (jugosas por demás).
Desgraciadamente, recomiendo una lectura hoy inencontrable, con la sola
excepción de la edición completa en libro de bolsillo que en su día hizo Seix
Barral, en un cuerpo de letra no apto para mayores de cincuenta años, pero que
aún se puede encontrar en librerías de viejo o en Iberlibro.
Su
lectura nos ayudará a poner distancia con las novedades a ultranza y los amigos
de “romper moldes”; penosa expresión que no termina de fenecer.
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