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Sebastián o el dominio de las pasiones, de Lawrence Durrell. Un tratado ligero.

 

Pertenece esta obra al Quinteto de Avignon, siendo la cuarta entrega, tras Constance. El problema con Durrell es que te obliga a leer todas sus obras y en el orden correcto, o tendrás problemas para entender lo que lees. Así sucede también con su Cuarteto de Alejandría; cuatro obras de las que una de ellas, Justine, ya se trató en este blog. Justine (junto con Clea, las dos obras del Cuarteto que he leído) me gustó realmente; acaso porque era la primera de una serie y entonces no había puntos oscuros. Pero con Sebastián, habiendo leído (y hace un tiempo) solo otra entrega del Quinteto, me he visto a menudo asaltado por personajes nuevos para mí que eran tratados como si el lector tuviera la obligación de conocerlos. Es esto lo que más me chirría de Durrell.

Sebastián trata (pretende tratar) sobre el amor, el deseo, el control de las emociones, tal cual nos adelanta su subtítulo. Y lo intenta a través de las sutilezas de las sectas gnósticas, las preocupaciones psicoanalíticas de distintos protagonistas (los doctores Schwarz y Constance), las inclinaciones y apetencias de una serie de miembros de la alta burguesía o la nobleza (el Príncipe, el propio Sebastián Affad, ex amante de Constance, Lord Galen, Aubrey, Blandford…), en combinación con una trama simple, además de algo forzada y artificiosa, con los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo, desde escenarios franceses y suizos.

Para Affad y el Principe, como miembros de una secta gnóstica que debe mirar la muerte de frente, el amor es una debilidad. Affad decidió abandonar sus creencias por el amor de Constance, pero lo hizo justo cuando la secta le había ya enviado el momento, la fórmula y situación para su muerte en condición de próximo miembro sacrificial; envío que al parecer se ha extraviado. Tal actitud en Sebastián Affad es tomada por defección, por lo que es llamado a Inquisición para responder de su apostasía. Affad está muy afectado y suplica su readmisión para afrontar el contenido de la carta extraviada en Ginebra, al parecer. Los jueces lo juzgan con severidad, haciéndole ver la contradicción entre su defección y sus anteriores actos y pensamientos que venían siendo ejemplo. Finalmente aceptan su reingreso y el cumplimiento de su destino. Tal es uno de los ejes del relato.

Restablecido en sus derechos, se dedica a la localización de la perdida misiva, hace sesudas reflexiones a quien quiera oírlo, acude a un monasterio en mitad del desierto para despedirse de su vieja amiga Lily (muy perturbada en su aparente retiro espiritual), se pone en contacto con Constance (quien al parecer guarda la carta en su poder) y en fin, enfoca con serenidad los que pueden ser los últimos meses o semanas de su vida.

Entre tanto, la doctora transita a su vez su crisis particular por la separación de Affad. Luchando contra aprensiones y desvelos se ocupa de sus pacientes, entre los que se encuentra el propio hijo de Sebastián, un muchacho medio psicótico de historial médico decididamente terrible, con el que tras denodados esfuerzos en sucesivas sesiones, logra un principio de contacto. Aparece aquí en el relato el oscuro Mnemidis, otro paciente que, de la mano de Schwarz ha ido a las manos de Constance. Mnemidis es un sujeto profundamente paranoico, propenso además a las fugas. Se encuentra en un pabellón a cargo de monjas silentes. Schwarz y Constance han decidido enviarlo a casa al cuidado de unos amigos. Mnemidis es retorcido, se siente maltratado, humillado, torturado por las sesiones psicoanalíticas con Constance. Intencionadamente o no (no queda claro) se ha hecho con la carta de Affad que guardaba la doctora. Se evade del pabellón disfrazándose de monja, no sin antes liquidar a un enfermero con un largo cuchillo.

Cambiando de escenarios y ya en Ginebra (lo que le da cierta agilidad al relato), introduce Durrell otras situaciones descriptivas de las evoluciones gnósticas, emocionales y filosóficas de los sucesivos personajes que pueblan las páginas de la obra. Remarcable la escena en el prostíbulo de Mistress Gilchrist, descrita por Sutcliffe, en la que Lord Galen se somete a una profunda humillación, una pseudo crucifixión en las columnas del baldaquino de una cama, en la que entre amigos (Aubrey, Blandford…) y prostitutas lo desnudan lo burlan y humillan con toda suerte de escarnios, mientras él confiesa entre gritos, lloros y risas sus miserias. Luego le piden que abdique de su “sangriento monoteísmo” y finalmente le pintarrajean todo el cuerpo, hasta que en medio de la astracanada se les cae el baldaquino encima.

Sebastián y Constance se reencuentran en una de las frecuentes fiestas del grupo. Aclaran sus dudas, se emocionan, se besan y finalmente terminan en la cama, donde practican un largo y contenido sexo tántrico en cuyos detalles no se pierde el elegante Durrell. Affad está febril y congestionado; tanto que a la mañana Constance se escapa hasta la farmacia de la esquina para buscar algún remedio, momento que aprovecha el acechante Mnemidis para entrar en la casa y ejecutar a su amante. A su regreso, la doctora encuentra el cuerpo inerte, y enfrascada en sus pensamientos susurra: “De modo que ha llegado el futuro. ¡La vida ya no será un derroche de aliento!”; acaso uno de los escasos momentos realmente emotivos de la obra, sobradamente artificiosa, en la medida en que no hay peor artificiosidad que la que disimula su condición, pretendiéndose profunda instrospección.

Otro de los pasajes razonablemente memorables de la novela es la fiesta de fuegos artificiales y teatrillos que se está organizando a lo largo de las orillas del Lago Lemán con ocasión del final del conflicto y la derrota del nazismo; una celebración por la paz y una nueva era que sume a los allí reunidos en profundas reflexiones, entre las que no parecen estar el papel de Suiza en esa guerra europea, el trasiego de capitales y obras de arte, de personajes dudosos de toda laya. Mientras pasean, Constance, Shwarz, Sutcliffe, Galen… sí hablan de los cambios sociales, de una nueva mujer en marcha, de un hombre en desbandada, de la impotencia del macho… (aunque mediados los setenta, treinta años después, andábamos a vueltas con el Informe Hite, tratando de saber qué les gusta a las mujeres; cosa que con los hombres no parece tan necesario descifrar...). Lord Galen ha heredado una porción de bidés almacenados en varios hangares, y se propone (mediante acuerdo con una iglesia baptista) enviarlos al lejano oriente con la leyenda “Jesús salva”, ganando con ello una buena suma. Especula también dedicarse a la ayuda matrimonial a través de la Agencia Vulva, creadora de la computadora Vulva para una “vida sexual natural”, dado que la tal computadora jadea y se retuerce... Por un momento, todo este pasaje me recuerda los delirantes monólogos de Quique en Abbadón el Exterminador, en los que laceraba con sus insidias frívolas las convicciones del “maestro Sábato”.

Finalmente, en otro desenlace extraño, fuera de escena y probablemente inexplicable para el lector que no se haya leído El Quinteto de Avignon en su totalidad (si es que ello lo explica), el doctor Schwarz, viejo compañero de fatigas de Constance, decide suicidarse dejándole a ésta una serie de grabaciones razonadas sobre los motivos. Al parecer, Lily, a la que había dejado en Viena a merced de los nazis, ha aparecido en un campo de concentración, destrozada y en un estado calamitoso. Él no podía ni asumirlo, ni enfrentarla, ni hacerse cargo de su estado actual, por lo que decide que lo más plausible es quitarse de en medio con una inyección letal. Tal cual. Dicha muerte provoca el regreso de una antigua paciente de Constance: Se había hecho cargo Schwarz porque el enamoramiento de la paciente con la doctora, ponía en peligro la transferencia psicoanalítica. Ahora regresaba a sus brazos ofreciendo de nuevo su amor. Constance, sumida en el marasmo de la violenta desaparición tanto de su amor, como de su admirado amigo y colega, no la rechaza. Ambas inician un apasionado idilio en compañía del hijo de Affad, que se queda a sus cuidados.

La novela termina con el casual encuentro de todos los protagonistas en la estación, rumbo a Avignon, llena en esas fechas -dicen- de vendimiadoras españolas con ridículos nombres. En el vagón restaurante, brindan todos con vino. Punto y final.

Tal es la obra, tal es Sebastián o el Dominio de las Pasiones. A mi modo de ver, algo decepcionante y artificiosa. Y mira que me gusta Lawrence Durrell…


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