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Volverás a Región, de Juan Benet. La belleza de una complejidad laberíntica.

 

Hoy vamos a volver a Región de la mano de Juan Benet, que es casi una vuelta obligada (a veces en más de una ocasión), porque la complejidad a menudo farragosa del autor, impone relecturas que aun así permanecerían en la sombra sin la aclaración de alguna de sus obras posteriores, siempre a vueltas con ese universo imaginario.

Volverás a Región (1967), obra fundamental del tardofranquismo, que marca para mí (junto con otras, como el Tiempo de Silencio de Martín-Santos) el inicio de una senda nueva en la ficción literaria nacional, es un relato oscuro, críptico, profundamente psicológico, esforzado incluso (a menudo uno ha de releer un párrafo para entenderlo, a menudo ha de volver atrás para captar un concepto…), pero gratificante a la postre, como lo son todas las obras del autor, que desplegó en mi opinión, una de las más complejas, acabadas, expresivas y personales narrativas de la lengua española.

El universo de Región es un imaginario detallado (en sus primeras ediciones incluía un mapa), con sus poblaciones y accidentes geográficos (Burgo Mediano, Bocentellas, Macerta, el río Torce, Mantua, el puente de Doña Cautiva…) descritos siempre del modo más sugestivo y con minuciosidad de conocedor. Tal geografía y los personajes que la habitan tienen sus réplicas, continuaciones, aclaraciones, precisiones (y contradicciones) en otras obras del autor, tal cual Una Meditación (1970), Un Viaje de Invierno (1971) entre otras, además de por supuesto en las sucesivas entregas de Herrumbrosas Lanzas, donde se desarrollan personajes apenas esbozados o nombrados en la obra que nos ocupa; y sin olvidarnos de Numa, una Leyenda, donde se retrata al personaje así llamado, apenas una recurrente evocación en Volverás a Región.

En la trama de la obra (si es que llega a tener tal cosa, razonablemente superflua en la obra de Benet) se mezclan diversos niveles o escenarios temporales. Y es necesario aclarar que para el autor el concepto de Tiempo es algo brumoso, líquido, sujeto a interpretación e incluso contradictorio (“¿El tiempo?, ¿Dónde está eso? Querrás decir la lluvia, la lluvia…”, es una frase genial entre tantas, ya mediada la obra).

Una primera trama (o esquema, escenario, nivel… llámese como se quiera), transcurre en los entonces actuales años sesenta: Daniel Sebastián, un médico semirretirado, vive en un apartado y viejo caserón, al cuidado de un perturbado al que la madre abandonó de niño, cuando la Guerra Civil, desapareciendo para nunca volver. Sebastián es un personaje taciturno, crepuscular, vencido, aburrido y alcoholizado. A ese caserón arriba un día Marré Gamallo, hija del militar que conquistara el territorio de Región para los nacionales. Durante aquel conflicto, Marré fue prisionera de las milicias republicanas en su retirada. En esa forzada circunstancia conoció el amor; de mano de unos u otros milicianos, hasta su turbia relación final con un tal Luis Timoner, en un apartado hotel al que ahora, tantos años después, pretende regresar.

Entre los dos personajes, Sebastián y Marré, y después de que el doctor encierre al demente, se establece durante largas páginas, un a modo de diálogo (porque en ocasiones se preguntan y contestan, pero a menudo se pierden en largas derivadas como soliloquios, sin que parezca clara la presencia del otro) en el que cada uno va desgranando sus losas personales, sus vericuetos, lo que fueron, lo que intentaron, lo que los convirtió en esto. Son diálogos como digo, espesos, acribillados de referencias inconcretas, alusiones de las que el lector no tiene indicios previos, terceras personas desconocidas… Y en ese discurso a dúo, transita el fracaso, el estancamiento más que la quietud, el pasado como una omnipresencia que cristalizara todo en un punto de ese tiempo líquido. “La memoria es casi siempre la venganza de lo que no fue… Solo lo que no pudo ser es mantenido en el nivel del recuerdo…”, es otra de las incontables perlas de esas densísimas páginas.

Se integra aquí, en este plano del presente, una prolija descripción del territorio de Región, en la que el autor demuestra profundos conocimientos botánicos, climatológicos y geológicos, demorándose en páginas y páginas en esa pulcra descripción, hasta hacerla lerda, pastosa, empapada del mismo estancamiento que todo el relato. Surgen aquí personajes inconcebibles, como esos pastores ataviados “como los tártaros”, que viven en agujeros bajo montañas de leña y hojarasca, o la anciana barquera enloquecida, que dará la invencible moneda de oro al Hortera para que gane su juego, o el Numa que abate de un certero disparo a todo el que se aproxima a sus dominios…

Una segunda trama paralela (o nivel… etc.) sucede en 1925. El entonces joven doctor se enamora de María Timoner, amante del también entonces joven oficial Gamallo. El militar es un señorito que en una partida de cartas perfectamente inacabable a lo largo de días, se juega a su amante contra un desconocido -el Hortera-, que ha llegado para trabajar en la mina de la comarca (una mina donde se hacen hombres los hijos de la buena sociedad). La pierde, y María Timoner se fuga con ese Hortera, no sin que antes el ganador clave la mano del militar en la mesa con una daga. Aquí la historia se vuelve de una turbiedad equívoca a ratos desesperante. El doctor, defraudado en su amor, se busca otra mujer, una humilde y agradecida, con la que se casa sobre la marcha, para acto seguido mandarse mudar dejándola en la más completa soledad. Nunca consumará el matrimonio, y regresará una vez cada año apenas para saludar, pero también y sobre todo para atender y cuidar a esa María Timoner ahora abandonada y con un hijo (suponemos que del Hortera); un Luis Timoner que luego será amante de Marré Gamallo, la hija de aquel joven oficial que luego conquistará Región en la Guerra. Tal es el asombroso vericueto. Ni siquiera encajan los lapsos temporales para que tal cosa suceda, pero nada de eso importa en el concepto cronológico de Juan Benet, que decanta esta parte del relato por sus pasajes más inciertos y sombríos, más inextricables y confusos, llegando a situar al propio Tiempo como personaje.

Una tercera trama o nivel paralelo vendría conformado por el propio relato de la Guerra en Región. Lo hace, como antes con la comarca y su geografía, con tal grado de precisión descriptiva y aparente conocimiento militar, que asombra; desgranando las sucesivas ofensivas, los movimientos de tropas, las escaramuzas… hasta la esforzada, pero definitiva expedición del ya coronel Gamallo, que morirá en la exitosa empresa. Aquí vuelve Benet a detenerse en la vegetación, las correntadas, las peñas… y surgen las referencias cruzadas con los milicianos fugitivos, la propia Marré Gamallo, un tal Juan de Tomé… y toda una serie de personajes apenas bocetados, pertenecientes a una generación en la que “gozaban de una salud más corta, pero más completa; es decir, tenían tan buena salud que morían muy jóvenes”, se afirma en otra de las innumerables frases geniales del relato.

El final de la obra es abrupto, casi como si hubiera que ponerle término a un lerdo devenir que podría seguir por los siglos de los siglos. En la noche que sigue a una de aquellas interminables conversaciones o soliloquios entre Marré Gamallo y el doctor Sebastián, este se despierta resacoso de la mucha ingesta de ese vino atroz que Juan Benet bautiza como “castillaza”. Descubre que la Marré se ha ido, acaso en busca de aquel hotel perdido de sus amores milicianos con Luis Timoner. Como de costumbre, echa hasta el último cerrojo en puertas y ventanas y sube a la habitación del loco, para dejarlo de nuevo libre por la desangelada casa. Pero lo encuentra enajenado, convencido de que quien se ha ido es la madre que lo abandonó de niño. “La fetidez orgánica, primer síntoma de las noches de venganza”, nos dice el relato como aviso premonitorio de lo que está a punto de suceder: En un arrebato, el loco asesina de modo brutal al doctor, golpeándolo contra las piedras de los muros. Luego sale en pos de la mujer, pero la casa está cerrada a cal y canto, y allí se queda solo, desconsolado, gritando desesperado, atrapado quizás para siempre en el aislado caserón.

En el último párrafo, Benet insinúa la muerte de la mujer, al aludir al disparo del Numa, que viene a “restablecer el silencio habitual del lugar”.

Releo todo lo antedicho y comprendo que no anima a la lectura de Volverás a Región. Si Juan Benet lo leyera diría que “quién necesita enemigos”. Y sin embargo tal es mi pretensión, animar a su lectura; una lectura complicada, difícil como solo Benet sabe serlo, sujeta a relecturas e interpretaciones, pero insustituible. Tal es la prosa del autor, personaje tan contradictorio y difícil como su obra. Proclive a los absolutos y los desbarres, pero insustituible.

Recuerdo cuando Aleksandr Solzhenitsyn -alguna de cuyas encomiables obras se abordó en este blog- desembarcó con su Archipiélago Gulag en el Madrid del año 1976. Recuerdo la frase de Juan Benet entonces: “Yo creo firmemente que mientras existan personas como Solzhenitsyn, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Solzhenitsyn no puedan salir de ellos”. Ello no emborrona la personalidad literaria de Juan Benet, legítimo hijo de una izquierda española a la que le encanta ventear los viejos fantasmas de la derecha, pero a la que aún hoy disgusta hablar de los propios. Ni que decir que en 1976, tales fantasmas eran o bien intocables, o bien desconocidos (esforzadamente desconocidos), o ambas. ¿Nada que objetar, entonces? Para otra ocasión.

Con todo, lean a Juan Benet. Es un lujo.


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