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Tiempo de Silencio, de Martín Santos. Retrato de otra España.

 

Martín Santos marcó con su Tiempo de Silencio un antes y después en la novela española de posguerra, tanto por las formas narrativas, como por el fondo que exponía crudamente una realidad, la del Madrid de finales de los cuarenta, con trazos duros y sombríos, pero también cómicos y mordaces, grotescos, oscuros, diría que incluso góticos. Y lo hizo a través de una narración simple, indirecta, de pasada; con esa sencillez con que la genialidad literaria retrata su tiempo desde un relato aparentemente trivial.

Pedro, un joven médico empeñado en la trascendencia a través de la investigación, trabaja con su asistente Amador en los menguantes ratones de laboratorio de que dispone, persiguiendo un descubrimiento en la lucha contra un tipo de cáncer. Tales ratones (genuinos y escasos ejemplares traídos de la misma Illinois) no se reproducen en su laboratorio como lo hicieran en su lugar de origen; con toda probabilidad en una cautividad mucho más proclive a ello. Como consecuencia, sus roedores se acaban, lo que paralizará su investigación exangüe de medios de todo tipo. Enterado de que El Muecas (un quinqui chabolario poco recomendable) tiene los suyos, bien porque los ha sustraído, bien porque Amador se los ha facilitado; y que no solo los tiene, sino que se le reproducen merced al calor humano de los pechos de sus hijas, decide acompañar a Amador hasta los detritus suburbiales cuajados de chabolas en los que habita El Muecas, para asistir al fenómeno y hacerse con los necesarios ratones.

Ni que decir (para añadir pimienta a tanto oscurantismo) que Pedro vive en una pensión mejorable, regentada por la viuda de un militar, su hija malograda a manos de un vividor incapaz, y su hermosa nieta Dorita, tras la que se le van los ojos.

Con tales mimbres, ya se imaginará el lector que a nada que Martín Santos se lo proponga (y se lo propone), y sepa cómo hacerlo (y sabe), la semblanza social y económica de ese Madrid de posguerra va a quedar rigurosamente retratada con brochazos carboneros de lienzo tenebrista de Goya, aunque nada exenta de delirante mordacidad, pachorra costumbrista y calcinado sol; porque el sol achicharrante, el amarillo, es una marca del relato, como lo es la noche gélida, sucia y prostibularia.

El espectáculo que Pedro se encuentra en la chabola de El Muecas y su entorno, es el esperable: Miseria, ignorancia y primitivismo en una familia (el propio Muecas, su señora Ricarda y sus dos hijas Concha y Florita; esta última ardientemente deseada por otro quinqui no menos recomendable que El Muecas, llamado Cartucho) que se alimenta de lo que puede, trapichea con lo que encuentra o roba, y duerme al completo en la misma cama, conviviendo con los ratones como unos miembros más de la familia. No parece haber acuerdo definido y la entrevista se queda en una primera toma de contacto.

El relato se despliega entonces por el día a día, las relaciones de Pedro, sus reflexiones, sus juergas con el amigo Matías; niño rico que disfruta de los bajos fondos, las andanzas por tascas, círculos bohemios, prostíbulos. Los monólogos reflexivos del protagonista, sus temores, sus deseos por Dorita, la nieta de la patrona, con la que en un arranque se acuesta, y con la que empieza algo parecido a un noviazgo largamente acariciado por la abuela de la joven. También el modo en que el joven médico vive tales cambios, lo que significan para él frente a su idea de la existencia y sus planes para el futuro. Las opciones, las renuncias. Todo lo expone Martin Santos con pluma magistral.

Una noche se presenta El Muecas con la urgencia de que su hija se está muriendo. Que tiene que ir, que debe salvarla, le dice. Pedro cede y se presenta en la chabola de El Muecas, donde se encuentra con Florita casi desangrada por un aborto mal ejecutado; aborto urgente, puesto que el padre es el mismo Muecas. El médico hace cuanto puede, pero la joven fallece.

El desenlace es catastrófico: Pedro, abrumado por una cuestionable responsabilidad, se va del lugar y se esconde en el prostíbulo que frecuentaba con Matías. El Muecas se deshace del cadáver con un enterramiento ilegal, pero el hecho trasciende y un juez ordena la exhumación. Detenido Pedro, absurdamente se confiesa autor del desastre y termina en un calabozo lóbrego, donde se sumerge en nuevas y oscuras reflexiones. Matías trata de movilizar a sus contactos infructuosamente. Por último, la mujer de El Muecas cuenta toda la verdad al comisario y el médico queda libre; lo que no impide que pierda su parca beca de investigación y su empleo.

A partir de aquí, nuestro protagonista se enfrenta a la dicotomía de seguir su camino, el que sea, o ceder a la tentadora facilidad: Casarse con Dorita e irse de médico a provincias, a vivir una vida cómoda y sin sobresaltos. Decide lo segundo, aunque no sospecha que Cartucho, el enamorado de la fallecida Florita, que lo cree responsable del luctuoso suceso y padre del feto abortado, está al acecho para hacer justicia a su modo.

Pedro se casa, disfruta de un razonable festejo y por fin se va de fiesta con su esposa para celebrarlo. En la confusión del baile, Cartucho se acerca subrepticiamente y acuchilla mortalmente a la recién casada.

Así acaba esta obra, ejecutada con una profunda psicología que denota la condición psiquiátrica del autor. Un relato preñado del más negro humor y el más sórdido drama, en el que queda retratada una época, sus estratos sociales, sus anhelos, la alienación, la autocastración, el miedo, la culpa.

La novela, editada en 1961 (aunque no tuvo una edición libre de censura hasta el año ochenta), merecía una secuela que quedó inacabada por la prematura muerte de Martín Santos en 1964, en accidente de coche. Nos dejó este Relato Mayor, eslabón fundamental en la larga cadena de nuestras letras.


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