Hace años, cuando
empezaba una novela, la acababa; ya no. Estimo ahora que mi tiempo vale mucho
más que forzarme a terminar un relato que no me convence o me aburre soberanamente. Confieso que con esta obra he estado a punto de abandonar, y creo que solo la esperanza de una enmienda futura en el inacabable fárrago (cerca de novecientas páginas) me alentó a proseguir la lectura, primero; y la renuencia a dar por perdidas trescientas páginas (más tarde cuatrocientas, quinientas...), me sostuvo después.
La novela pasa por ser una de las más leídas de las escritas en lengua castellana, con más de doce millones de lecturas en todo el mundo; pero honestamente, no acierto a explicarme la causa, ni creo que en literatura pueda ser considerada la dilatación como un bien necesario. Por el contrario, a menudo menos es más, y nos resultan admirables aquellos autores que hacen gala de una máxima expresividad con una economía expositiva. Ciertamente, a mi modo de ver, le sobran al relato la mitad de las páginas.
Los Cipreses creen en Dios trata de dibujar una semblanza humana que explique cómo una sociedad razonablemente evolucionada y aparentemente normal, se precipita en un enfrentamiento civil (nuestra Guerra) antes impensable. Y lo intenta corporizando el proceso en la Gerona de los años treinta, a través de la cotidianeidad de sus convecinos. He de decir que no lo consigue. Probablemente no ayuda un estilo desfasado, pero ello no alcanza a explicar la aceitosa rutina en que se desparrama el relato. Lo primordial de este, lo que lo encharca, es la falta de calado.
Gironella prueba y prueba
y vuelve a probar con un entramado extenso de personajes primarios (la familia
Alvear), a cuyo alrededor se arraciman otros secundarios (empleados bancarios, sacerdotes,
policías, limpiabotas, sindicalistas, periodistas, personajes acaudalados y
profesionales de postín, amén de los amores de unos y otros…), para pulsar así
los diferentes estamentos de esa Gerona provinciana; sus clases sociales,
gremios, congregaciones religiosas y políticas, y perfilar a través de ellos
las motivaciones y reacciones de unos y otros, retratando virtudes y defectos,
aspiraciones, sectarismos… pasiones todas que se van agudizando y enrareciendo,
hasta un estallido final inevitable.
Me parece simplista. Se
deja en el tintero dos piedras basales en el devenir de la historia: Las
motivaciones psicológicas más profundas, de la mano de una más compleja
analítica del ser humano, y el juego de poder; el entramado político y
económico que siempre mueve hilos a menudo inconfesables. Ni siquiera me parece
que el autor haya logrado su confesada neutralidad, ya que en tales omisiones
hay una postura. De este modo, la historia deviene ñoña, con esa ñoñería cursi
del nacionalcatolicismo de principios de los cincuenta (la novela es del año
53), que de a poco se hace omnipresente en el relato.
Frustrante es la palabra.
Puñados de páginas se suceden en una mortecina historieta costumbrista que
presenta un retrato social sin fondo y casi son forma. Le sobran, como he dicho,
la mitad de las páginas, dado que el ahínco con que se persiguen las
sencillísimas vivencias cotidianas de sus inacabables protagonistas, nada
añaden a la historia. Solo al final de la obra, cuando todo se decanta con
decantación súbita y dramática que sus cientos de páginas no explican, el
relato gana intensidad, armazón, contraste.
Escaso premio para tanto
esfuerzo lector.
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