Los Premios es la primera novela de Cortázar; autor ya conocido
entonces (1960) por sus relatos cortos. En alguna parte he leído que en
realidad fue su tercera novela, aunque la primera editada.
En su momento, la obra cosechó
notable éxito; pero francamente, sin dejar de ser un buen libro, a mí no me
parece para tanto. En realidad, Julio Cortázar (al que considero un buen autor
de cuentos que en ocasiones alcanza la brillantez) siempre me ha parecido un
escritor sobrevalorado, que ha gozado de buena prensa acaso por esa cierta
áurea progresista que lo amparó pronto, ribeteado además con algo tan argentino
como irse a vivir a París.
La obra desgrana el accidentado
viaje del buque mixto Malcolm; crucero con el que han sido premiados los
ganadores de una lotería estatal. Los agraciados (así comienza el relato) son
citados en el clásico Café London de la Avenida de Mayo (aún existe, aunque en
tiempos de la novela era casi nuevo) antes de partir. A bordo, y tras las
semblanzas esbozadas en el café, los protagonistas ganan contraste a ojos del
lector: Así, los Presutti, familia prototípicamente orillera; los Trejo, más de
clase media. También Carlos López, Medrano, Claudia y su hijo, Paula y Raúl,
don Galo, el profesor Restelli, Persio… todos ellos de variada condición que va
de lo profesional a lo empresarial. Hay en esta etapa temprana del relato
evidentes reminiscencias de La Colmena.
La mañana de esa primera velada a
bordo, sorprende a todos: Están detenidos, fondeados ante una costa que, tras
una detenida e incrédula escrutación, se revela como Quilmes; porteño suburbio
fabril que da nombre a la afamada y atroz cerveza. Para colmo, las
explicaciones de la tripulación son parcas y ambiguas, limitándose a un
aparente brote de tifus y la prohibición de acercarse a la popa, que
permanecerá clausurada. Del capitán nada se sabe.
A partir de aquí, el relato se
inclina decididamente por el suspense, sin abandonar cierta psicología
sociológica que traza un aceptable retrato del tejido social argentino (bien
que con las inevitables convenciones de la época); con razonable calado, pero a
años luz del maestro Sábato. El desarrollo tiene sus momentos de brillantez
alternados con otros de decaimiento. El viaje prosigue no sin suspicacias,
mientras por horas crecen los misterios y las tensiones.
Aparecen los inevitables bandos: De
un lado, los que prefieren pensar que todo está razonablemente explicado y no
hay que buscarle tres pies al gato. Del otro, los que consideran insidiosa,
peligrosa e indignante la situación, descreen de ningún tifus a bordo y
organizan expediciones y ofensivas en pos de la clausurada popa. Aquí las
reminiscencias son de Casa Tomada;
afamado relato del autor. Unos y otros aparecen mediatizados por sus
problemáticas y contradicciones, las circunstancias y los devaneos. Así, López
y Medrano se disputan a la atractiva Claudia, Raúl viaja con Paula, pero nada
hay entre la aburguesada pareja fuera de sus propias búsquedas y frustraciones,
incluyendo la latente homosexualidad de Raúl y su atracción por Felipe.
El enfrentamiento se agudiza hasta
precipitarse en un final abrupto, con choques dramáticos en los que Felipe se
acuesta (o es violado; el relato es calculadamente ambiguo) con un rudo lípido (así llaman los pasajeros a la
tripulación), y finalmente estalla una pelea con intercambio de disparos.
Medrano pierde la vida.
Tras la tragedia todo se encauza en ese atropellado desenlace: Se interrumpe el viaje y los pasajeros son evacuados en
helicóptero rumbo a Capital; no sin antes comprometer con su firma una versión
oficial de los hechos. Ya en Buenos Aires, todos se reencuentran con sus
rutinas y López y Claudia, que han terminado por liarse, inician una
imprevisible y dudosa relación.
Hasta aquí Los Premios. En su día
fue catalogada como brillante metáfora social, pero no creo que haya envejecido
bien. ¿Está bien escrita? Sin duda. ¿Resulta atrapante y compleja? Solo a
ratos, no sé, no me mata. Les aconsejo mejor La Vuelta al Día en Ochenta Mundos, libro de relatos en el que
Cortázar ironiza sobre su encumbrada Rayuela,
comentando el Rayuelomatic; aparato
inventado para poder medianamente seguir el hilo de esa obra convenientemente
recostado, “evitando así posturas más luctuosas”. Es lo mejor que tuvo siempre
el autor argentino: Sentido del humor.
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