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Una Meditación, de Juan Benet; o la lectura inextricable.

 

Cómo explicar una historia sin historia, y he de admitir que mi masoquista delectación por la obra de Juan Benet debe necesariamente ser deudora de la estricta psiquiatría, el Síndrome de Estocolmo y en este tren. No sé de qué va Una Meditación (1969), y tengo para mí que al autor se le fue la mano esta vez en su deriva oscurantista de farragosidad sin tiempo, ni sendas, ni argumentos. En el infinito (por nebuloso e inconcreto en su detallada geografía) paisaje de Región, supuso este relato el Rubicón de una locura: Casi quinientas páginas de un solo capítulo (¡uno solo!) de texto ciclópeo sin interrupciones, de margen a margen, de arriba abajo de la página, en un único e implacable párrafo sin (¡ni uno!) punto y aparte. Ausencia total de diálogo. No hay respiro ni asideros: Un solo bloque textual cubriendo monótonamente de parte a parte medio millar de páginas de soliloquio, en interminables bucles de derivadas, subordinadas y yuxtapuestas que se desparraman despiadadamente sobre personas y cosas, en observaciones, vaticinios, recuerdos y conclusiones imprecisas o mutables. A ratos, el texto deviene insufriblemente monótono y opaco. Otras veces en cambio, resulta hipnótico y sorprendente, grotescamente absurdo o enloquecido.

Me vienen unos retazos entre el batiburrillo de la memoria (esforzada sino imposible) de la obra: La obsesión del deseo que mueve al enamorado a penetrar de rodillas, arrastrándose, la nocturnidad del dormitorio de su displicente amada (donde a menudo la sorprende con diversidad de hombres); al borde de cuya cama eyacula de excitación. El hombre que procede manualmente a la limpieza de una cañería atascada de mugre, y que al introducir el brazo hasta el codo siente el dolor agudo en la mano que, retirada apresuradamente de la inmundicia, emerge con una enorme rata de dos palmos de largo prendida a los dedos con sus feroces y apretados dientes. Vengativamente, la liquida por el expeditivo (y equivalente) sistema de morderla en la yugular, matándola en el acto. Las carreras de ratas ardientes; roedores previamente capturados y enjaulados, sobre los que se vierte petróleo para aplicarles la ardiente tea en el momento de abrir la jaula. Se mejora el rendimiento (la velocidad del roedor ardiente) cuando al petróleo sobre la piel, se le añade medio kilo de azúcar: Salen zumbando como proyectiles, como centellas (nunca mejor dicho), hasta espetarse en la primera pared. No es que la novela vaya de ratas o amantes impotentes, pero entre el tedio se me fijan estos nítidos referentes inolvidables. En ocasiones (lo confieso) he pasado con la mano varias páginas aparentemente tan insoportables como las precedentes, para adelantar en algo la inacabable lectura. Benet es además uno de los pocos autores con los que preciso la cercanía de un diccionario para su lectura; tal es la variedad de su vocabulario, en el que a menudo escoge el sinónimo más oscuro, desusado e ignoto.

Releo esto y comprendo lo absurda que resulta mi pretensión de recomendar la lectura de esta obra; más no sea que como ejercicio de funambulismo, lucha contra el insomnio, expiación de pecados inconfesables… Pero así es. Pequen ustedes, expíen sus culpas en la lectura del fárrago; disfrutarán del castigo. Porque he de decir que disfruté esta lectura, aunque para ello hube de renunciar a entender y enhebrar un devenir en las páginas que lo forman; empeño excesivo para cualquiera. Una Meditación ha de entenderse casi como un breviario que en cualquier página se toma y en cualquiera se deja, para sencillamente mecerse en la exquisita e incomparable prosa de este hombre que no deja de asombrarme.

Solo así es posible esta lectura imposible. No me pregunten de qué va, porque no tengo ni idea, ni existe tal concepto en Benet. En el peor de los casos uno se mira en el espejo y se sonríe.


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