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El Hombre que fue Jueves, de Chesterton. Un clásico que ha envejecido mal

 

Dicen que una obra maestra es aquella que resiste el paso del tiempo al menos en alguna medida. Bien puede ser y habrá que admitir que hay casos y casos; ocasiones en que la obra permanece sólida e inalterable frente al embate de los años, o incluso acrecentada por su transcurso, y ocasiones para esa triste decepción que nos asalta cuando el objeto de culto se desestructura ante nuestra última mirada. Tal regusto quejoso me ha dejado la relectura de El Hombre que fue Jueves (1908), obra emblemática de Chesterton, que fuera una de mis lecturas en los tiempos en que peinaba melena.

La trama que entonces me resultó asombrosa, el espíritu ambiguo y humano que baila en sus páginas con una cadencia entonces sutil y novedosa, se ha enturbiado ahora con el halo de la previsibilidad, la dicotomía de planteamientos maniqueos y algo sobados, el hilo argumental demasiado ligero, cuando no abrupta y arbitrariamente cambiante. Ha de hacer uno el esfuerzo de situar el relato en su contexto casi victoriano, para rescatar en él algo del carácter rompedor, analítico, humorístico e incluso filosófico que lo vistió un día.

Un joven Gabriel Syme, poeta, pasea por el Saffron Park londinense, donde en defensa de una dama, sufre un encontronazo con otro joven, Gregory, furibundo anarquista al decir de él mismo. Syme lo duda, hay un desafío, ambos se juran no revelar su secreto: El de Gregory, pertenecer a una célula anarquista de la que va a ser nombrado Jueves, cosa que su oponente podrá comprobar si lo acompaña. El de Syme, que acaba de ser reclutado por la policía como investigador secreto, sabueso a la caza de delincuentes y anarquistas.

Llegados a la célula, hay siete anarquistas; uno por cada día de la semana, bajo la presidencia del Domingo; un hombre imponente y temible. Al final, merced a los tiras y aflojas de unos y otros, amén del verbo resuelto del joven recién llegado, es Syme el que resulta nombrado como Jueves.

Empieza así esta trama, en la que la prosecución de unas investigaciones encaminadas a impedir el magnicidio del Zar en París, van develando ante un atónito Gabriel, el esquema genial ideado por Chesterton: Uno tras otro, va resultando que cada uno de los “días” que conforman la célula, lunes, martes, viernes… es un policía que le muestra su tarjeta idéntica a la propia. Y todos han sido reclutados por el mismo individuo en las sombras, al que no han podido ver el rostro. Finalmente, ya solo restan el presidente, Domingo, y el secretario. Y a su detención se apresuran los otros cinco policías secretas, camino de París. La exposición es ágil, misteriosa a veces, a veces jocosa, en la que el lector va descubriendo los sucesivos disfraces, persecuciones, sobresaltos… pero siempre dentro de una trama traída por los pelos, escasa de detalles, maximalista en ocasiones.

Hay algunos momentos hilarantes de mordacidad que aún hoy darían su juego, como el policía que habla de esas “mujeres emancipadas”, alzadas contra “el predominio del macho”; o el anarquista que pone bombas y mata a inocentes, pero es vegetariano porque odia maltratar animales; o la “batalla de Armagedom” que intenta evitar el final de la humanidad a manos de una “gran conspiración social” de nihilistas. O conceptos geniales como “soñar toda la noche que se rueda por un acantilado; despertar y recordar que uno va a ser ahorcado”; o la dicotomía entre Gregory y Syme con la que se inicia la obra, en la que éste reprocha al anarquista el supuesto aburrimiento de lo rutinario: No lo es que el tren llegue a su hora, sino maravilloso, como lo es siempre alcanzar metas. “Lo vulgar es fallar”, esgrime Syme.

Sí, todos estos fogonazos están en el relato, que plantea de algún modo la esterilidad del caos frente al vigor creativo del orden, pero nada de ello resulta ya tan prístino como pudo serlo hace ciento y pico de años. Además el estilo es desfasado, la trama (como queda dicho) ligera y sin detalle, y sobre todo harto predecible hasta su desenlace. Peca también de cierta inexplicada precipitación en el giro que toman los hechos al final, cuando el pueblo entero parece haberse vuelto de pronto anarquista, en una persecución fantasiosa, a menudo absurda (las pelotitas de papel), y siempre tamizada de charla insustancial. Todo resulta ser un equívoco; los perseguían porque los creían anarquistas de veras. La gente es buena y sensata, es de fiar, parece decirnos Chesterton. O quizás que nada es lo que parece, que todo tiene un rostro y una espalda, una cara y un envés.

La escena final de la obra, tan analizada y discutida, tan piedra filosofal del relato, resulta hoy deshilachada y voluntariosa: Domingo se declara el reclutador de todos ellos (estaba cantado), el hombre en la sombra que repartía tarjetas de policía secreta. Unos lo creen, otros dudan, pero todos son invitados a la mansión del presidente. Cada uno debe disfrazarse de un día del Génesis y acudir a la fiesta, y así lo hacen. ¿Quién es el Domingo?, parece el quid de la obra. ¿Dios, Satán? ¿Solo un hombre que juega y observa? Nada es verdad o mentira y todo parece caras de una misma moneda; disquisiciones que nos pillan a todos algo crecidos ya.

Termina el relato con Syme despertándose en Saffrom Park, como al inicio. ¿Un sueño, una pesadilla? El joven piensa en la mujer con la que discutía Gregory. Decide buscarla; basta pues con el sueño del día a día, nos insinúa el autor. Poco, insuficiente, predecible. El tiempo no perdona; ni siquiera a Chesterton.


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