Deja un sabor agridulce esta obra clásica, que pasa por ser,
junto a la Trilogía de Nueva York,
una obra primordial en la narrativa de Auster, y una de las mejores novelas de
la narrativa norteamericana del último tercio del pasado siglo. No me ha
parecido para tanto, y desde el principio he notado en sus páginas esa pátina
de la literatura anglosajona que me deja siempre a medio gas; un poco como si
le faltara algo al relato. Editada en 1992, Leviatán nos traslada al Nueva York de los ochenta, punto desde el
que se evocan recuerdos vivenciales de los años sesenta y setenta del siglo XX.
Comienza la obra con el relato en primera persona de Peter
Aaron, un escritor que comprende que la víctima de una explosión que aparece en
las noticias, no es otra que su amigo Benjamin Sachs, al que hace un tiempo que
perdió su pista. Desde ese punto, comienza el discurso memorístico de Aaron:
Dónde y cómo conoció a Sachs, qué recónditas singladuras vitales los han ido
llevando a ambos, entre amistades y amores comunes, para entrelazar sus
historias. Sachs había sido un activista contra la guerra de Vietnam, lo que
llegó a costarle unos años de cárcel. Desde entonces lucha por sacar adelante
una novela, al tiempo que mantiene como puede a su esposa Fanny.
A partir de ahí, Auster va desgranando con su estilo firme y
suelto a un tiempo, una sociedad urbana de aquellos fugaces años de profundos
cambios sociales en la moralidad, las costumbres, las relaciones sociales, la
política, el consumo y en definitiva, el concepto mismo de la existencia en la
siempre intrincada Nueva York. Retrata el autor esa burguesía urbana de
pretensiones revolucionarias e innovadoras; pintándonos un cuadro pintoresco de
descontrol, existencia efímera, relativismo, apertura a un perpetuo devenir entre
brumosos perfiles definidos por esa misma indefinición. Surgen distintos
personajes a cual más insólito, que son presentados sin agregar un solo juicio
de valor. Así, Lillian Stern, que ha sido prostituta y vive en un apartamento
miserable, o su amiga María Turner, que cámara en mano, busca y rebusca
actividades “artísticas”, experiencias, novedades, nuevos ángulos de la
realidad con una libreta de direcciones en la mano; personajes que se
construyen como paradigmas de una neurótica búsqueda permanente, una
insatisfacción vital que quiere proyectarse en los otros, un concepto
existencial entre lo frívolo, lo contemplativo y lo adolescente. En ese cruce
experimental entre personas, esas fiestas, esos encuentros siempre novedosos,
saltan a veces notas de color, como la frase genial de una madre a su hija: “tu
padre sería un hombre maravilloso si fuera diferente”.
Hasta aquí, el relato se ensancha por cauces vigorosos, en
los que Aaron va trenzando una imagen casi mítica de su amigo: El éxito
inesperado de su primera novela, el interés de Hollywood por llevarla al cine
(lo que aboca a Sachs a una estancia en California), la decepción posterior con
este proyecto, el carácter tormentoso e inestable del individuo, los amores que
se cruzan y entrecruzan entre ambos, con las mujeres que surgen en cada vuelta
del camino. Auster lleva el relato con cierto determinismo, a través de
casualidades a menudo inverosímiles, que presenta con una concatenación
predestinada, determinista, con un significado en sí mismo; lo que puede ser un
recurso puntual, pero no el modus operandi que enhebre una historia que se
pretenda realista.
De este modo, en ese punto álgido en que la obra ha fraguado
buenos protagonistas entrelazados en una historia a veces rocambolesca, a veces
forzada en su casuística, pero siempre interesante y abierta hacia cualquier
desenlace, surge de pronto y de un modo a todas luces excesivo en su azaroso
determinismo, un giro dramático que desbarata todo el relato, para echarlo a
rodar ya cuesta abajo; arrollados todos sus protagonistas por un cúmulo de sucesos
absurdos por inverosímiles, que se convierten en mendaces estratagemas para
sacar adelante una historia con mimbres prestados, haciendo caer además a sus
personajes en una apurada infantilización que no se comparece con la imagen que
el autor había creado de ellos.
Sachs sufre un accidente en una fiesta, al caerse por un
balcón mientras coqueteaba en peligrosa postura con María Turner. Tal accidente
(se siente culpable, pues se había pensado invulnerable a los encantos de
terceras mujeres; tan decidido él a amar a su esposa), de consecuencias leves,
lo sumerge en una crisis existencial y depresiva (¿?) que se lleva por delante
su estabilidad emocional, su matrimonio y sus relaciones sociales. Auster lo
adorna mucho, apelando al fracaso de la película, al vacío creativo, a la
autoestima perdida frente a Fanny… pero en esencia es esto lo que sucede, por
pueril que pueda parecer.
En ese retiro a contrapelo de todo, Sachs solo está para
María Turner; tormento al que se somete para vencer sus encantos (¿?¡!¿?). Pero
para retorcer todavía más la simpleza con pretensiones de trascendencia (muy
anglosajón), se pierde en el bosque y es recogido por un muchacho, que toma un
atajo por un camino montuno a fin de llevarlo a su casa. En un recodo, una
camioneta estorba el paso. El chico se baja, habla con el hombre de la
camioneta, que esgrime un revolver y lo mata. Horrorizado, Sachs sale del auto
con un bate de béisbol y liquida al asesino de un certero golpe en la cabeza.
En el maletero de la camioneta fantasma, una bolsa con todo lo necesario para
fabricar bombas, y otra bolsa con todo lo necesario para no hacerlo: dinero por
valor de ciento cincuenta mil dólares de la época. Absurdamente, Sachs no
recurre a la policía por lo sucedido, sino que atemorizado por su estancia en
la cárcel de muchos años antes (insumiso en Vietnam), toma la furgoneta con
ambas bolsas y se da a la fuga.
Retorciendo lo retorcido, al hablar del caso con María,
resulta que el muerto es el marido de Lillian Stern, la amiga de María. Y para
retorcer el absurdo hasta el colapso neuronal, Sachs desaparece de la
circulación, y se presenta en California en casa de la tal Lillian con la idea
de compensarla con el dinero encontrado en el coche; tal es la culpa que
siente. “La alquimia de la retribución”, esgrime, en un teorema absurdo de flower power venido a menos.
Para finiquitar por completo los despojos del relato,
llegado al lugar, Sachs (tan puro él, tan atormentado y sin mácula) introduce
un ingrediente bastardo, probablemente desbordado por la belleza de Lillian:
Decide quedarse a vivir allí, pero sin decirlo; esgrimiendo para ello la
entrega de mil dólares diarios por cada día de permanencia. Sin verbalizarlo,
ni teorizarlo siquiera, la mujer (con estrecheces económicas evidentes), acepta
de modo tácito. En un procedimiento cantado y no por ello menos grotesco e
infantil, acaban en la misma cama en cuestión de días. El “razonamiento” que
Sachs esgrime ante el espejo es el miedo a ser denunciado por la muerte del
marido (¡Si hubiera acudido a la policía en su momento…!), posibilidad que
evita con la entrega a plazos del dinero; lo que resulta delirante, habida
cuenta de que ella (y así se lo hace saber) es consciente de que todo el dinero
está en el maletero del vehículo.
Tal cochambre de argumento va demoliendo los restos
depauperados de la novela, pero todavía resta por enfrentar el giro final del
fatigoso, frívolo, superficial, efectista y artificioso guion del relato: Con
la bolsa de los explosivos, decide Sachs convertirse en el Fantasma de la Libertad, poniendo petardos de Estado en Estado,
demoliendo pequeñas réplicas de la Estatua de la Libertad; actividad que llega
a convertirse en noticia popular en los periódicos. Aarón sospecha primero y es
puesto sobre la verdad después, por la misma boca de su amigo Sachs. Siguen
varias consideraciones teóricas y políticas muy apropiadas hoy para niños de
teta, y entonces quizás para lectores anglosajones. Finalmente (era lo esperado
por ambos), Sachs salta por los aires mientras manipula uno de sus artefactos,
sin que podamos saber si fue casual o intencionado. Aaron decide que el libro
en el que trabaja, llevará el título del libro inacabado de Sachs: Leviatán; en
homenaje a tan egregio caído. Es un exceso.
Aún un último intento de procurar trascendencia a lo vacuo,
cuando el autor esgrime una frase de Sachs: “la libertad puede ser muy
peligrosa. Si no tienes cuidado, puede matarte”; idea del todo inaplicable al
relato dejado atrás.
En fin; siempre es una pena que un gran autor destroce una
de sus novelas. Este es el caso, me temo. Y no es el primero; qué le vamos a
hacer.
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