Resulta gratificante esta entrega
del autor argentino, en línea con la senda trazada por Roca Barea en su obra Imperiofobia (2016), ya abordada en este
blog. Una senda de esclarecimiento y reconciliación con nuestra historia. Y sin
caer en las ensoñaciones que esgrime el autor a poco de iniciada la obra,
señalando la Justicia y la Cristiandad como motores de nuestra epopeya
americana, subvertidos después por el afán de riqueza y poder traído por los
anglosajones (debería leer a Quevedo el bueno de Gullo), suscribo plenamente su
pregunta retórica también tomada de las primeras páginas: “¿Qué pasaría si a un
pueblo se le tergiversa o se le falsifica su pasado? ¿Qué le sucedería a un
pueblo si sus niños y jóvenes estudian una historia, la de su propio pueblo,
intencionalmente falsificada? La respuesta es simple: Ese pueblo perdería su ser, su ser nacional. Aquello que lo hace ser lo que es quedaría vacío de
contenido, como un cuerpo sin alma. Eso es exactamente lo que le sucede a
España en estos momentos”. Y señala el autor que la asunción de la historia
propia escrita por nuestros enemigos, genera una vulneración ideológica que
condiciona la visión del mundo de sus ciudadanos y dirigentes, lastrando
cualquier estrategia económica y política, que termina indefectiblemente en
fracaso, lastrando así aún más su autoestima.
Abunda luego el autor con lo
obvio: La voluntad de poder como motivación última de las relaciones internacionales,
enunciando con ello las diferencias (siempre discutibles o al menos matizables)
entre Imperio como expansión
inclusiva, e Imperialismo como
expansión extractiva y colonial, siempre supeditada a una metrópoli;
conceptualización de nuevo en la línea de Roca Barea.
Como primera comparación
inevitable, surge la expansión norteamericana, su plan de exterminio ya trazado
en su Constitución, en la que se habla de “despiadados indios salvajes”, o la
doctrina de su Destino Manifiesto a
lo largo del XIX, que nos trae reminiscencias de la “Unidad de Destino en lo
Universal” de nuestros falangistas, y que diera asiento y justificación de
cuanta matanza y deportación forzosa cupo a la imaginación yanqui. Baste la
cita de Lyman Frank Baum, autor de cuentos infantiles como El Mago de Oz, para
ilustrarnos sobre el exterminio total de los indígenas: “Después de haberlos
perjudicado durante siglos, es mejor para proteger nuestra civilización
persistir en el error y borrar a estas criaturas indomables de la faz de la
tierra”. Sin comentarios.
Se cierne luego el autor sobre la
cultura de la cancelación que tanto se viene prodigando en USA en los últimos
años, el vivo contraste de su aplicación en esas tierras, que ha venido
evitando el examen propio, para verterse a manos llenas sobre la memoria
española en toda américa de norte a sur, derribando estatuas, invadiendo
centros educativos y culturales, cambiando los nombres de calles y plazas,
mientras se mantiene indemne el recuerdo de los asesinos de la matanza en Wounded
Knee en 1890 (suena reciente, ¿verdad?), o de los responsables de la
deportación de medio millón de mejicanos (otras fuentes elevan el número hasta
los dos millones) en los años treinta del pasado siglo (más reciente aún), de
los que el 60% era norteamericano de nacimiento de acuerdo a la ley. Como decía
la prensa de entonces, “una vez mejicanos, siempre mejicanos”. De nuevo sin
comentarios.
Aborda el autor a continuación la
raíz francesa del relato sobre España instalado en Hispanoamérica, la sucesión
de escritos, libros, enciclopedias, óperas, teatro… en los que se nos denigra a
través de una semblanza tiránica, ignorante, fanática y violenta. Obras todas
de gran éxito en Francia… y en España; sentando así la base de la asunción de
semejante relato por parte de nuestras élites. A partir de una isla y un
presidio en Guayana, los franceses construyeron el palabro Latinoamérica, que consiguió pronta aceptación entre las potencias
que llevaban desde el siglo XV tratando de difuminar la huella hispana en el
mundo.
Aunque la gran ramera es a ojos
del autor (y míos) Gran Bretaña. Son ellos los primeros en “utilizar de forma
consciente, sistemática y premeditada la subordinación ideológico-cultural como
herramienta fundamental de política exterior”, afirma Gullo de manera tajante.
Una Inglaterra que esgrime el libre comercio en las palabras, pero ejerce el
proteccionismo, la intervención estatal y el monopolio para construir su
imperio, siempre secundados por la más hábil propaganda. Son los británicos los
que imponen una fragmentación del continente a medida de sus intereses,
trazando arbitrariamente las fronteras aún vigentes en Centro y Sudamérica.
Sorprendentemente, nada nos dice Gullo
sobre el saqueo de las Casas de Moneda de la America hispana: Beresford fue el
primero, robando la Real Hacienda de Buenos Aires, en 1806. Saqueó también la
ciudad, y en total se llevó a Londres (donde se hizo una cabalgata pública
transitando por sus calles con el expolio) unas cuarenta toneladas de oro en
monedas y lingotes de plata. O el mismo San Martín en 1821, saqueando la Real
Hacienda del Virreinato del Perú, con sede en Lima, con cuyo contenido cargó
tres barcos con otras veinte toneladas de oro y plata, rumbo a Londres. Otro
tal en Santa Fe de Bogotá en 1822, donde los ingleses se llevaron un mínimo de
doce toneladas de oro. Y así podríamos seguir en Potosí, Méjico, Guatemala…
hasta un total que algunos analistas han calculado en dos billones de euros
corrientes, en una época en la que no se pagaban pensiones, ni funcionarios, ni
salud pública, ni más gasto que el que pluguiese a su Graciosa Majestad; la
base monetaria con la que Inglaterra asentó su dominio y expandió su imperio a
lo largo del siglo XIX.
Tampoco dice palabra sobre las
consecuencias del Tratado de Utrecht con Inglaterra, que ponía fin a la Guerra
de Sucesión. Fue definitivo para la introducción de esclavos africanos en la
América española, con cuyo tratado los ingleses adquirían el monopolio del
tráfico de esclavos en nuestras provincias de ultramar, a razón de 144.000
esclavos anuales, que fueron el sustento de mano de obra barata en el área
caribeña, especialmente para los ingenios azucareros de Cuba bajo monopolio
catalán.
Hace luego un inciso con el papel
disolvente y aún más fraccionador que desempeña el indigenismo actual,
alimentado en origen por la extinta Unión Soviética, y ahora por los anglos a
uno y otro lado del océano. O el resurgir negrolegendario recuperado por las
ONG’s justo para los fastos de 1992 con motivo del Quinto Centenario, y que
está detrás de la cultura de la cancelación (solo española) antes aludida.
Vuelve el autor luego sobre sus
pasos (hay que decir que en este aspecto, la obra resulta algo caótica, pues a
menudo aborda un tema sobre el que vuelve o se reitera unos capítulos más
adelante), para retomar el hilo de los Estados Unidos, esta vez sobre su
siempre traumática relación con Méjico, de la que nos recuerda cómo el gigante
del norte le robó medio país a los mejicanos a punta de pistola; medio país en
el que de inmediato se descubrieron oro (California) y petróleo (Texas), que
convertirían a los americanos en los primeros productores mundiales de tan
importantísimos productos. Hace un aparte para centrarse en la influencia
norteamericana en los gobernantes mejicanos, y en la decidida educación
antiespañola que estos propugnaron en las escuelas. Gobernantes a menudo
agentes de la CIA, que jamás cuestionaron un soto a sus expoliadores vecinos
del norte.
Esgrime Gullo más adelante una
patochada de escaso contraste, como ser que nuestro escaso racismo que ha dado
lugar al único continente mestizo de la historia, se debe a nuestro propio origen
mestizo (¿¡¿?), como pueblo hecho con aportaciones sarracenas y judías. Y que
fue la dominación romana la que no introdujo en la cultura indoeuropea. Cita a
un coso Oliveira Martins, que a saber de dónde habrá caído, para apuntalar la
boutade. Hombre, nosotros somos extracto
de cultura indoeuropea, como certifican los más antiguos yacimientos humanos. Y
la historia del subcontinente es incomprensible sin nuestro concurso. Lo de los
sarracenos y judíos vino un poquitín después de los romanos, qué le vamos a
hacer. Y cuando llegaron, había aquí ciudades y leyes y escritura. Y en cuanto
a la mezcla de nuestros pobladores primigenios (celtas e íberos mayormente) con
pueblos de todas partes, de los confines del Mediterráneo, germánicos,
asiáticos (suevos, vándalos, alanos…), pues viene a ser un poco como la de
cualquier otro rincón de Europa, por donde también pasaron esas y otras tribus.
No nos abarate, don Marcelo. No existe ningún sesgo genético que nos haga
predispuestos al otro. Es solo que somos así, es esa nuestra manera de entender
la vida.
Vuelve el autor al asunto, y desgrana
la transversalidad de la condición económica en la América española, pues había
clases sociales, pobres y ricos, pero sin distinción del color de la piel;
siendo los pobres hispanoamericanos no más pobres de los de cualquier país
europeo de la época, incluyendo España. Y refuerza el argumento con un listado
de personalidades históricas indias o mestizas, que formaron parte de la élite
y la nobleza. Añade también el afán fundacional de aquellos españoles, que los
llevó a la generación incansable de ciudades, en las que erigieron hospitales,
escuelas, misiones, universidades… desde fechas tempranas. Así fueron fundadas
Veracruz (1518), Nuevo México (1521), Querétano (1531), Guadalajara (1533),
Lima (1535), Bogotá (1536), Asunción (1537)… ya en las primeras décadas del
desembarco español. Todas ellas con calles, plazas, colegios, hospitales,
universidades, mercados, leyes y administración, en un tiempo inconcebiblemente
record. Ciudades costeras o interiores (pues no se trataba solo de comerciar),
con industrias (en USA eran agrarias y de la mitad de tamaño). Todo fue
concebido para un desarrollo autónomo, no para ser proveedores de materia prima
para la supuesta metrópoli. El sueño de una América beneficiada por el
monopolio español, pues fue ello lo que hizo surgir aquella industria, como fue
el monopolio en la Inglaterra de Isabel I, lo que hizo surgir la suya bajo la
protección de la corona. Como ya se ha dicho, Inglaterra solo quería el libre
comercio para los demás. Para ellos el proteccionismo y el monopolio. Pongamos
el contraste con unos Estados Unidos donde los matrimonios interraciales
estuvieron prohibidos hasta 1967. O con una Australia fundada sobre
presidiarios y rameras, que no consideró humanos a los aborígenes, procediendo
a cazarlos y exterminarlos hasta en un 96%; dos aplastantes botones de muestra.
Recorre luego el autor el
capítulo de las universidades en una comparativa con el resto del mundo. Los
datos son tan aplastantes que producen estupor al pensar que para el
inconsciente colectivo del planeta, nosotros somos los criminales, los
exterminadores, los saqueadores, los fanáticos. Es terrible, pero divertido.
Vamos con ese chorro de escuelas, colegios, seminarios, talleres, bibliotecas,
imprentas, universidades:
En 1750 la Biblioteca del Colegio
Máximo de San Pablo de Lima tenía 43.000 volúmenes. En esa época, la de Harvard
solo 4000. No hubo escuelas primarias en Francia hasta 1789, y nadie en la
Europa de la época tenía más colegios gratuitos y de mejor nivel que los de la
América española. Un rosario de universidades por toda su geografía, desde la
de Santo Domingo en 1538, hasta un total de treinta y cinco en menos de
doscientos años. Pontificias de Lima y Méjico en 1551, Pontificia de Santo
Domingo en 1558, Córdoba en 1613, Pontificia de Santiago en 1622… Todas con
baja tasa de matrícula y abiertas a indios y mestizos.
En comparación, los franceses presentes en Argelia desde 1830, abrieron la de Argel en 1909. Portugal, en Mozambique desde 1505, fundó la de Lorenzo Marques en 1968. Los británicos en norteamérica, Harvard en 1636 y Yale en 1701. Princetown en 1746, Pensilvania en 1749. O ya en Oceanía, Sidney en 1850 y Melbourne en 1853. Y ay del indio, mestizo, aborigen, cualesquiera individuos no inmaculadamente blancos que se acercaran por allí.
Pero no salgamos de Europa:
Lausane tiene universidad de 1537, Ginebra desde 1559, Edimburgo en 1583,
Estrasburgo en 1621… Coetáneas por tanto (y en muchos casos, posteriores) de
sus pares hispanoamericanas.
Qué decir de los hospitales: El
de San Nicolás de Bari en La Española, ya en 1503; el Hospital de Jesús en
Méjico, en 1521, fundado por Cortés y sin distinción alguna entre españoles e
indígenas. El de San Lázaro para leprosos, en 1524 y también en Méjico. O el
muy nombrado Hospital de Naturales, de 1529, este sí para indígenas, pues
estaban afectados de una epidemia de sarampión. O ya en Lima, el Hospital del
Espíritu Santo, para los indígenas vencidos en sus cuitas con los españoles, o
el Hospital de Santa María de la Caridad, para españolas, mestizas, mulatas y
negras, fundado en 1596. El listado es inacabable y se extiende por la América
toda como una raíz que avanza en la tierra. Centros asistenciales gratuitos y
para todos, sin distinción de razas. Destaca el autor que, por ejemplo, con las
Leyes de Reforma de mediados del siglo XIX, promulgadas en Méjico con el solo
afán de borrar la huella hispana, se cerraron y confiscaron multitud de estos
hospitales, dejando a los humildes sin asistencia médica.
Para poner el contraste, solo
decir que la Compañía Británica de las Indias Orientales (que no Su Graciosa
Majestad), fundó en Nueva York en 1664, un siglo después de los primeros
fundados por Cortés, el primer hospital de la américa anglófona, solo para
soldados y marineros. A cada quien lo suyo.
Sí estima el autor, que la Corona
Española muta con la llegada de los Borbones, y que a partir del siglo XVIII el
trato recibido por las provincias de ultramar comenzó a deslizarse hacia una
supeditación progresivamente colonialista. Llega a teorizar si una renuncia al
trono de Fernando VII, con traslado de su corte a América durante la crisis
francesa, habría salvado la situación, o al menos evitado el fraccionamiento
largamente acariciado por los ingleses. Nunca lo sabremos, y en cualquier caso
parece aventurada tal conclusión. Pero sí sabemos que durante aquellos años de
guerra fratricida en la América española, el pueblo llano estuvo con los
realistas, y los criollos blancos con los independentistas; tan es así que a
menudo echaron mano de tropas inglesas, especialmente en el caso de Simón Bolívar.
Señala Gullo la reflexión del general indio Huachaca, frente a las nuevas
autoridades, tres años después de la victoria de Ayacucho sobre los realistas:
“Ustedes son más bien los usurpadores de la religión, de la Corona y del suelo
patrio. ¿Qué se ha obtenido durante estos tres años de vuestro poder? La
tiranía, el desconsuelo y la ruina de un reino que fue tan generoso. ¿Qué
habitante, sea rico o pobre, no se queja hoy? ¿En quién recae la
responsabilidad de los crímenes? Nosotros no cargamos semejante tiranía”.
El mejicano Grito de Dolores fue indígena, y se pronunció con un “¡viva la
religión!” y un “¡viva el rey y mueran los gachupines!”, que eran la burocracia
criolla que aún les domina. Tras la independencia, se disolvieron las Repúblicas de Indios y las Parcialidades Indígenas, y con ello, la
propiedad comunal de la tierra, que pasó a manos de los criollos.
Hace el autor un apunte novedoso
al menos para mí: El de un plan de Bolívar para crear una Confederación
Hispánica bajo una monarquía española democrática, con unión aduanera y
proteccionismo comercial, ejercidos por un Parlamento del Imperio
Hispanocriollo. Fue al parecer en 1820, pero España lo encontró inasumible. Una
pena.
Lo volvió a intentar San Martín
con la parte sur del continente hasta el Perú, también bajo un regente español;
pero Inglaterra al quite lo frustró in extremis. ¿Comprenderían al final de sus
vidas ambos libertadores su equívoco, su mera utilidad instrumental al servicio
de interesas británicos? Por algunas cartas que conocemos, es lo más probable.
Marcelo Gullo cierra la obra con
varios apuntes contables respecto de los británicos. Precisos, insustituibles y
tristes: Para 1825, la deuda estatal de Iberoamérica con Gran Bretaña era el
46,6% de la deuda estatal de todo el planeta. Todo aquel continente yacía fracturado
y hundido en un librecambismo, en el que pasó simplemente a ser un proveedor de
materias primas para el Imperio Británico, bien resguardado por sus monopolios.
Argentina, con los dineros de una Europa sumida en la Segunda Guerra Mundial,
logró pagar por fin en 1946, bajo el primer gobierno de Perón. Venezuela lo
conseguiría en 1952, Ecuador en 1977. Todos a tiempo de endeudarse con el FMI
bajo la égida del nuevo imperio nacido de esa posguerra.
Pero antes, aquel primer
empréstito de Argentina con Londres fue de un millón de libras de la época, y
fue solicitado para vaguedades (hacer un puerto, fundar ciudades, nuevas
traídas de agua corriente…) que ponen en duda tal necesidad. El tal millón,
entre comisiones, intereses adelantados y demás, se quedó en 560.000 libras.
Londres envió las sesenta mil y dejó el medio millón en depósito en el Banco de
Inglaterra, con un 3% de intereses. Eso fue todo. Cierra el autor con discursos
de Yrigoyen y Perón, grandes hispanistas, que hoy saben a poco.
¿Cómo recomponer esto? Gullo ve
una ventana de oportunidad en la deriva de una Unión Europea a medida de
Alemania y en detrimento de todos los demás. El euro es el problema, y yo lo
comparto. Pero no soy tan optimista como don Marcelo, porque resta una larga, larga
lucha por recuperar nuestra memoria, acabar con complejos y prejuicios,
estrechar lazos y reponernos todos de nuestras maltrechas economías, al margen
de las nuevas geoestrategias globales, los anglos, el eje franco-alemán, el eje
ruso-chino, los Brics. Muy difícil, don Marcelo, no creo que lo veamos. Ojalá
me equivoque.
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