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La Casa, de Mújica Laínez; un relato diferente.

  Manuel Mujica Laínez es uno de esos grandes autores argentinos que nunca ha tenido el predicamento de Borges, Sábato o Cortázar, pero cuya deslumbrante y cuidada prosa en nada desmerece de la de los más consagrados. Más conocido por obras como Bomarzo o El Escarabajo , es La Casa, una obra de 1954, considerada menor entre las del autor, pero que a mí me resulta entrañable y singular por su estructura y temática. Escrita con el esmerado estilo del que siempre hizo gala el escritor argentino, La Casa narra la historia de un caserón palaciego en la Buenos Aires finisecular; una mansión sita sobre la misma calle Florida - la peatonal más característica y exuberante del microcentro porteño - , propiedad de una familia patricia cuya cabeza es un senador terrateniente. La novela está narrada en primera persona por la misma edificación que da nombre al relato, y que recuerda sus glorias y affaires familiares del último tercio del siglo XIX y primero del XX, mientras es paulatinament
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Bella del Señor, de Albert Cohen; o la automutilación de una gran obra.

  Bella del Señor (1968) pasa por ser una de las cumbres de la literatura en francés y probablemente la obra más importante (con permiso de Comeclavos , a decir de otros) de su autor, Albert Cohen; un suizo judío de origen sefardita, con raíces griegas, creador de un corpus literario más bien parco (no más de nueve obras entre poesía, novela y teatro) y enteramente en francés. La novela es larga, arriba de las ochocientas páginas, y pudo serlo más, dado que el original andaba cerca de las mil trescientas, pero el editor - espantado, con toda probabilidad - convenció al autor para desgajar en otra novela ( Los Esforzados ) varias partes más o menos jocosas del manuscrito. Larga entonces, con espacio para cualquier detalle; y sin embargo lo deja a uno con ese regusto triste de lo incompleto, lo mal rematado; como una obra maestra de la pintura que tuviera aquí o allá brochazos deficientes, áreas apresuradas o inacabadas, aspectos que reclamaban otro tratamiento o ninguno. Dejando

Una Meditación, de Juan Benet; o la lectura inextricable.

  Cómo explicar una historia sin historia, y he de admitir que mi masoquista delectación por la obra de Juan Benet debe necesariamente ser deudora de la estricta psiquiatría, el Síndrome de Estocolmo y en este tren. No sé de qué va Una Meditación (1969), y tengo para mí que al autor se le fue la mano esta vez en su deriva oscurantista de farragosidad sin tiempo, ni sendas, ni argumentos. En el infinito (por nebuloso e inconcreto en su detallada geografía) paisaje de Región, supuso este relato el Rubicón de una locura: Casi quinientas páginas de un solo capítulo (¡uno solo!) de texto ciclópeo sin interrupciones, de margen a margen, de arriba abajo de la página, en un único e implacable párrafo sin (¡ni uno!) punto y aparte. Ausencia total de diálogo. No hay respiro ni asideros: Un solo bloque textual cubriendo monótonamente de parte a parte medio millar de páginas de soliloquio, en interminables bucles de derivadas, subordinadas y yuxtapuestas que se desparraman despiadadamente sobre pe

Los Premios. Revisando a Cortázar.

  Los Premios es la primera novela de Cortázar; autor ya conocido entonces (1960) por sus relatos cortos. En alguna parte he leído que en realidad fue su tercera novela, aunque la primera editada. En su momento, la obra cosechó notable éxito; pero francamente, sin dejar de ser un buen libro, a mí no me parece para tanto. En realidad, Julio Cortázar (al que considero un buen autor de cuentos que en ocasiones alcanza la brillantez) siempre me ha parecido un escritor sobrevalorado, que ha gozado de buena prensa acaso por esa cierta áurea progresista que lo amparó pronto, ribeteado además con algo tan argentino como irse a vivir a París. La obra desgrana el accidentado viaje del buque mixto Malcolm; crucero con el que han sido premiados los ganadores de una lotería estatal. Los agraciados (así comienza el relato) son citados en el clásico Café London de la Avenida de Mayo (aún existe, aunque en tiempos de la novela era casi nuevo) antes de partir. A bordo, y tras las semblanzas esboza

El Hereje, de Miguel Delibes. El placer de leer al viejo maestro.

  Magnífica novela de Delibes; relato documentadísimo y lleno de matices, en el que el maestro Delibes nos desgrana la historia de Cipriano Salcedo, acaudalado comerciante en pieles e indumentaria; sus orígenes, educación y amores, sus éxitos comerciales e inquietudes, su herejía final y su muerte. Y por el camino nos sumerge en la España del siglo XVI, guiados por su elegante y sucinta prosa castellana, para asistir con todo lujo de detalles a los usos y costumbres, la economía y sus oficios, el trato entre los distintos estamentos, las relaciones familiares… sin olvidar los atuendos, de los que el autor imparte cátedra con su pormenorizado conocimiento en calzas, carmeñolas, capotillos, sayas, jubones y ropillas, entre las que los zamarros aforrados supondrán parte importante de la historia relatada. Cipriano Salcedo nace en Valladolid, en el seno de una familia acomodada; la formada por don Bernardo Salcedo, hombre de negocios, y doña Catalina de Bustamante, que muere en el parto.

Los Cipreses creen en Dios, de José María Gironella. Un relato vencido por el tiempo.

Hace años, cuando empezaba una novela, la acababa; ya no. Estimo ahora que mi tiempo vale mucho más que forzarme a terminar un relato que no me convence o me aburre soberanamente. Confieso que con esta obra he estado a punto de abandonar, y creo que solo la esperanza de una enmienda futura en el inacabable fárrago (cerca de novecientas páginas) me alentó a proseguir la lectura, primero; y la renuencia a dar por perdidas trescientas páginas (más tarde cuatrocientas, quinientas...), me sostuvo después. La novela pasa por ser una de las más leídas de las escritas en lengua castellana, con más de doce millones de lecturas en todo el mundo; pero honestamente, no acierto a explicarme la causa, ni creo que en literatura pueda ser considerada la dilatación como un bien necesario. Por el contrario, a menudo menos es más, y nos resultan admirables aquellos autores que hacen gala de una máxima expresividad con una economía expositiva. Ciertamente, a mi modo de ver, le sobran al relato la mitad

Tiempo de Silencio, de Martín Santos. Retrato de otra España.

  Martín Santos marcó con su Tiempo de Silencio un antes y después en la novela española de posguerra, tanto por las formas narrativas, como por el fondo que exponía crudamente una realidad, la del Madrid de finales de los cuarenta, con trazos duros y sombríos, pero también cómicos y mordaces, grotescos, oscuros, diría que incluso góticos. Y lo hizo a través de una narración simple, indirecta, de pasada; con esa sencillez con que la genialidad literaria retrata su tiempo desde un relato aparentemente trivial. Pedro, un joven médico empeñado en la trascendencia a través de la investigación, trabaja con su asistente Amador en los menguantes ratones de laboratorio de que dispone, persiguiendo un descubrimiento en la lucha contra un tipo de cáncer. Tales ratones (genuinos y escasos ejemplares traídos de la misma Illinois) no se reproducen en su laboratorio como lo hicieran en su lugar de origen; con toda probabilidad en una cautividad mucho más proclive a ello. Como consecuencia, sus ro